Marcela Arza

Cotidiano

Apenas mi cuerpo relajó en la cama, el sueño me invadió y dormí descarada con la ropa que llevaba puesta. El velador quedó prendido ya que no llegué siquiera a apagarlo. 

Como cayendo en un pozo sin fondo, deslizada por la gravedad y la entrega al infinito, caí y caí en el ocaso de algún sueño que no recuerdo. 

Y ahí fue, que de repente, mis ojos se abrieron. Algo en mi monoambiente despertó mi conciencia. Mis ojos se fijaron en el techo, enojados por el despertar, cuando de golpe del baño sentí una respiración ahogada y fatídica, que automáticamente me levantó de la cama de un salto. Quieta, expectante de lo que había oído, agarré el velador, y en posición de ataque con mis manos, observaba fijo la puerta oscura del baño. 

Esperé unos segundos para moverme, y rápido, de un salto, llegué a la tecla de luz del techo y la prendí. La luz disminuía el miedo, pero aun así, seguía atenta. El baño está al lado de la puerta de entrada al monoambiente, por lo que era muy difícil llegar a ella y salir corriendo y gritar por el pasillo del edificio. 

Sujetando con más fuerza el velador que se acortaba por el cable no tan largo, pensando la manera de salir y no pasar cerca del baño, en ese instante donde creía que la ventana podía ser una solución, a pesar de estar en el quinto piso, la luz del baño se prende y se apaga. 

Grité, pero del miedo el sonido no salió. 

La boca abierta y el velador en el piso. Saltando, como si fuese bailarina de ballet, llegué a la puerta de entrada y corrí por el pasillo. Bajé las escaleras y salí. La calle estaba durmiendo, escuchaba ronquidos. Miré hacia mi ventana, la luz estaba prendida. El cuerpo me sudaba de miedo y mi mano poco a poco empezó a dolerme de tanto haber apretado el velador. ¿Qué hago? ¿Qué hago?, pensaba. Hacía frío porque era invierno. Estaba descalza y sin llaves y había dejado abierta mi casa. En el edificio no conocía a nadie para tocarle el timbre y decirle que algo estaba en el baño de mi casa respirando y dándome terror. Un auto de luces bajas apareció desde la esquina. No veía quien manejaba, como si fuese un cubo negro sobre cuatro ruedas andantes, pasó despacio. Sentí que el auto me miraba. Que lo que manejaba ahí era lo que estaba arriba. Volví a entrar. Quedé en silencio en el pasillo de planta baja. El ronquido era cada vez más grave y largo. Tenía los pies congelados. Calmé la respiración y subí las escaleras. Cada escalón fue una prueba de valentía. Los pasillos se convirtieron en una sinfónica de ronquidos y respiraciones nocturnas, de sueños que conquistaban vecinos tras sus puertas. 

Me temblaba la cara. Me lloraban las manos. 

Llegué al piso cinco. Mi puerta abierta y la luz led fría que se reflejaba en el piso. Una tos de mi vecina me empujó a entrar sin rodeos de un salto con intención de patadas para todos lados. Caí en la cama, y salvaje de batalla volví a agarrar el velador. Tomando la distancia necesaria, esperando que del baño saliera lo que tenía que salir, abrí el cajón de los cubiertos y tomé un cuchillo. Quería hablar y no podía, solo me salió un ¡eh! ¡Eh, eh! Mirando fijo la puerta del baño, que tenía la luz apagada, comencé a notar que algo se movía. Los dientes se me apretaron, y mi mandíbula chirriaba sin control. La oscuridad empezó a moverse y a sobresalir del marco de la puerta. Se extendía sobre la pared como una mancha caprichosa cerrando la puerta del monoambiente. El cuchillo se me cayó. Las manos cobardes me abandonaron. Mis pies parecían hundirse en la cerámica sin dejar que me mueva. La ventana atrás mío se había convertido en el tren que pasó una vez, y que ya era tarde. La mancha oscura invadía y tocaba la heladera, la cama, la mesa, la mesada, llegando a estar frente a mí, rozando apenas la punta de mi nariz, 

Respiré profundo despidiéndome de algo. 

Y como si me diese ese segundo del adiós, la oscuridad esperó y entró. Mi boca se invadió de metal. Y abandonada en la intención, recordé caras que nunca quise olvidar y amores que no fueron, y risas tontas y besos que desperdicié. 

Y con los brazos abiertos y los pies arrastrando, caminé tragándome esa oscuridad, como mancha caprichosa que siente, y aunque era todo negro, me vi en el espejo del baño caminando a lo que era mi último reflejo.

 Ahí supe amarme y perdonarme y quererme, porque era el fin. La oscuridad la tenía adentro. 

Respiré, ahogada, fatídica y todo lo oscuro a mí alrededor desapareció. 

El velador de mi monoambiente se encendió y sin miedo prendí la luz del baño, pero sentí que algo en mi cama se movía y la apagué. Esperé expectante en alerta pero sin miedo. El miedo ya no era una condición. Algo detrás de mí saltó y la puerta del departamento del monoambiente se abrió. Un auto en la calle. 

La noche recién empezaba. 

Lo cotidiano.

Lo cotidiano. 

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