Marcela Inda

Deseo

Siempre me digo que tengo que empezar a usar lentes de sol. Y no me sale. No es un gran objetivo 2020, una gran meta a cumplir, pero me lo propongo igual. Dijeron que anotemos en un papelito, y fue lo primero que se me vino a la cabeza. Lo primero y lo único. Triste, ¿no? 

¿Qué onda esto de los nuevos festejos de Año Nuevo? Parece que es más cool inventar algo parecido a un ritual y convencerse de que funciona. Eso pintó entre mis amigos este año. Hasta hace unos años bastaba con ponerse de acuerdo: a dónde después de las 12. Y ahí ibas, con algunas botellas abajo del brazo, después de cenar opíparamente en la casa familiar o símil. Y te la pegabas en la pera, sin más pretensiones. Eso es empezar el año, loco. 

¿Qué es esto? Anotar en un papelito los deseos, ponerlo ahí con las ramitas (veo a algunos entonados que, tropezándose, acercan un bollo de papel y pienso: ¿qué habrán escrito?) Para mí la única que lo cree es la dueña de casa. Pero cómo no prenderse si es su casa. Cómo negarse. No ha lugar. Y ahí vamos todos y todas. Y enciende el fuego, y todos en ronda, esperando… ¿qué? 

Igual el fuego tiene algo hipnótico. Y sedante, para mí. Y de repente me siento bien. Y pienso que no estuvo tan mal lo que anoté. Por lo menos, depende de mí. Y es algo que siempre quise, y nunca hice. Porque nunca me lo propuse, supongo. Me he comprado algunos pares de lentes, nunca gasté una fortuna en eso, pero algunos me compré. Y después quedaron arrumbados no sé dónde. 

Porque siempre me pareció medio una estafa. No ves el mundo tal como es, sino con un filtro engañoso. Te cambia los colores, te distorsiona la realidad… (como si sin los lentes viera la realidad tal como es, ¿no? Qué pedante, pero eso lo charlamos otro día).

Mi anhelo por pasar a las filas de quien usa lentes de sol tiene que ver con algo un poco más… ¿cómo llamarlo? Escénico.

No digo la prestancia de la diva, que no importa en qué momento del día (o de la noche), en el exterior o en el interior, no-matter-what, se desplaza con sus lentes oscuros, bregando por mantener, si no el anonimato, (ese deseo, por más que lo diga, nadie se lo cree), al menos el misterio de sus ojos (y sus ojeras), como si fueran el último refugio de lo privado que queda en ella… No digo tanto. 

Pero sí algo de ese poder, de esa fuerza intrigante que adquiere quien está ahí, detrás de sus lentes (en el subte, en la calle, en el banco de una plaza, en la playa, en un asado, en el festejo de Año Nuevo…) y no sabemos qué mira. No sabemos. No sabemos dónde posa su mirada, entonces se nos hace más difícil saber por dónde andan sus pensamientos. Así de simple. Porque los ojos tiran mucha data, y sin ella… ciegos, no vemos nada. 

Me gustaría ser portadora de ese pequeño misterio. Mantenerme por momentos un poquito “más acá”. Preservarme. Guardarme un cachito para mí mis pensamientos, mis reacciones frente a cada cosa que veo, que escucho… Y que no se me note todo siempre, que no se me transparente. 

Ya sé que no es gran cosa. En mis últimas velitas de cumpleaños (que fueron hace bastante, porque hace mucho que no cumplo años) me soplé todos los grandes deseos que se me ocurrieron y acá estamos. Así que hoy me dije: tranqui, algo más pequeño, pero no por eso menos trascendente. 

Recorro con la mirada a cada uno frente al fuego, y creo que se me nota, que me leen.

No es que quiera esconderme, no, no piensen mal. Me gusta la idea de decidir cuándo abro las ventanas de par en par, cuando corro un poquito las cortinas y cuándo bajo la persiana sin remedio.

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