Juegos de Mesa, Victoria Sarchi

Rummy

Pregunté por qué las fichas se apilaban de a siete y no supo contestarme. Creía haberlo jugado así las otras veces. Entendí que estábamos en igualdad de condiciones y que sólo conocía del juego lo que me había contado. Quizás no conocíamos bien las reglas pero se sentía lindo aventurarnos a jugarlo. O al menos eso creí yo. Era un saber muy básico del asunto el mío pero íbamos a ir aprendiendo en el camino, como en todas las cosas que comienzan, con ese riesgo de hacer una jugada dudosa y que pase por alto, o que el otro recuerde el reglamento y te interpele, te ponga en duda, recurra al manual en donde yace la verdad del juego, o la del suyo, y te anule, te haga retroceder y volver a empezar. 

Con ese peligro de quedarte con la ficha, acumular, retener y no poder descartarla para ir quedando liviano, con pocos números que sumen una carga. Reconozco que acepté el reto porque poco a poco me gustan más los juegos en los que “ganar” significa quedarse sin nada. Con el reglamento difuso, poco claro pero con las ganas de ocupar el espacio vacío que había, fue que empecé a jugar. El siete es un número sacro, de divinidad, y cuando fui consciente de ese símbolo no sé por qué le dije que deshiciéramos las pilas y que mezcláramos las fichas, que las desparramáramos todas sobre la mesa, que esa prolijidad iba a complicar el agarre e íbamos a terminar arruinándolas de todos modos. Aceptó tan fácilmente, que me sentí confiada, con la seguridad de que estábamos creando nuestras propias reglas, hasta pensé que iba a ser sencillo ganarle, pero que las fichas estuvieran apiladas o no era un detalle minúsculo para él. 

Veía en los colores de la baraja que íbamos descargando mis alegorías preferidas, el rojo de la pasión más encendida, el azul del océano inmenso, ése que con su sal es capaz de escocerte viejas heridas, el verde de lo vital, de lo vivo, de lo que nace y florece ante toda adversidad, como ese yuyo que se las ingenia para prosperar, aún entre dos baldosas, el amarillo brillante y prometedor como un mediodía de verano compartido y el negro con su elegancia, con esa superioridad, ese despotismo innato que tiene de siempre quedar bien en todos lados.

El azar me dio la magia en las primeras jugadas, hice piernas y escaleras larguísimas, suerte de principiante, la ingenuidad de ver cerca la victoria, porque lo cierto era que el que sabía las reglas era él, yo era nueva en esta destreza, acepté confiada porque no me parecía muy distinto de otros juegos a los que ya había jugado pero la astucia del que sabe las reglas y te las va develando de a poco es algo que no se puede preveer y que te condena indefectiblemente a la derrota. De repente, de mis escaleras puestas en la mesa, él sacaba fichas para sumarlas a la suya, se las llevaba impune, riéndose levemente de que le había dejado servidas en la mesa todas sus jugadas triunfales, sólo puso algunas pocas fichas rojas a mis piernas, me quitó todas las verdes, las azules, se quedó para él las amarillas y agregó de las negras a montones en todas mis jugadas.

Tantas que el juego me quedó de dos colores en la mesa, y extremadamente colorido en las fichas que yo sola veía y que no podía colar por ningún lado, y que cuando por milagro lo hacía se las ingeniaba para llevárselas y seguir descargándose él, diciendo, ante mi asombro: Ah ¿no te dije?… eso también se puede hacer… Era tan degradante lo que hacía que me dieron ganas de no jugar más pero ya iba perdiendo y no soy de las que abandonan para no asumir la pérdida, así que me entregué y me dejé ganar… no me dieron ni ganas de mirar el manual.

Sentí cómo desplegaba todo su arte del juego con gélida frialdad y lo miré. Lo miré y aprendí de formas que no voy a jugar jamás… porque lo cierto es que, aunque uno crea que sí, nunca se conoce del todo, la carga, la calidad, la calaña de la que está hecha el rival. Es por eso que hay que asegurarse por uno mismo de conocer bien las reglas y condiciones antes de comenzar cualquier partida, para evidenciar rápidamente las jugadas fraudulentas, exponerlas sobre la mesa y salirse del juego a tiempo.

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