Victoria Sarchi

Soga

Ciega. No podía diferenciar una cosa de la otra. La poca luz hacía difícil el reconocimiento de los objetos. Pensé que en algún momento iba a terminar pero no, la claridad parecía no llegar nunca. Una gota de luz, suplicaba por una pequeñísima gota de luz. La oscuridad ya me estaba envolviendo y abrazando mucho, me sentía dentro de un chaleco de fuerza. Hice un gemido pero las cuerdas vocales no pudieron unirse y fue todo silencio lo que salió de mi boca.

La garganta enardeció, sentí que sangraba por dentro, el gusto de la sangre me dio un color, me sacó un rato del negro que me ovillaba. Veía una tempera roja siendo mezclada en círculos por un pincel puntudo que se movía veloz. Vi el rojo mezclarse con otros colores y me alegré. Poder entrelazarse así, para no dejar de ser eso mismo pero en otro tono, otro pigmento, otra textura. Escuché el ruido de una llave, pensé que alguien llegaba para buscarme pero no, era el vecino que entraba a su casa, sólo que las puertas están tan pegadas que me pareció la cerradura propia cuando era la ajena. Vi tirada en el piso la soga que casi uso. Sentí pavor.

Cerré los puños, clave mis uñas contra las palmas y me dolió, signo de que estaba volviendo. De que no me había ido. Ahora faltaba que alguien se acordara de mí, tirara la puerta abajo con una patada feroz y me levantara del piso. Empecé a llorar, todo a mi alrededor estaba húmedo, mojado, hacía ya varias horas que yacía inútilmente sobre el parqué esperando a que alguien viniera a rescatarme de mí misma. Una hora más, dale una hora más. Si llego a un lavaje de estómago prometo no volver a hacerlo nunca más, le dije a Dios. No sé de Dios pero con la cara en el piso, el cuerpo sin respuesta, lo oscuro, el chaleco, la soga que me amenazaba a que termine lo que ya había empezado, era al único al que me provocaba hablarle porque no necesitaba sonar para que me escuche. Quería un reloj que me dijera qué tiempo me faltaba para ver la luz, la del día o la del túnel por el que supuestamente nos vamos todos, pero esta vida vegetal que estaba padeciendo hacía que la soga me volviera a parecer tan atractiva como hasta el segundo anterior al que decidí traicionarla con las pastillas.

Ni siquiera sé si tengo los ojos cerrados, pienso que nunca fui a Roma y que si hubiera ido, en su momento, cuando tenía la plata ahora mi historia sería otra. Quiero ir, le digo, si me das otra oportunidad, voy a ir a Roma y te juro que hasta visito el Vaticano. Tuve la sensación de que no me escuchaba e insistí en la promesa. No, no te miento, sí… sí es verdad que hubiera ido de todas formas para ver la Capilla Sixtina, pero ahora voy a entrar a la basílica de San Pedro por vos y te voy a rezar como ahora, porque no lo sé pero creo que es lo que estoy haciendo, aunque no tenga las manos juntas, digamos que rendida a tus pies estoy.

Veo un destello de algo que parece luminoso, eso me confirma la sospecha de que tengo los ojos abiertos, trato de moverme y apenas me responde un pie. Éste roza una parte de la soga que está desplegada por todo el comedor cerca de la puerta de entrada a mi casa y se me prende la piel. Me enredé en ella en el momento en que casi llego a abrir la puerta para pedir ayuda cuando sentí que me estaba desvaneciendo pero no llegué, ni a la puerta ni a desvanecerme del todo… la soga, ella me hizo tropezar… el golpe y la fragilidad que ya traía me fulminaron. Yo creía que la soga solamente era peligrosa en mi cuello pero me equivoqué… la luz que entra, el roce, la vuelven a poner en la escena, la miro… y no puedo dejar de mirarla. Me fascina de nuevo su potencial de retiro. Y ahora sí… ahora sí que da terror que el cuerpo empiece a replicarse.

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