Marcela Arza

Sususudio

Sonó el teléfono y salimos corriendo. Mi papá pasó dos semáforos en rojo. Mi mamá apenas le acariciaba la mano que tenía en la palanca de cambio. Mis hermanos, los gemelos Juan y Martin, me tiraron del pelo todo el viaje. Pero no dije nada. No quería decir nada. Llegamos al hospital, una casona vieja. En la puerta había un hombre desnudo con sangre en la cabeza que me guiñó el ojo. Entramos y subimos unas escaleras. Mi papá corría, nosotros lo seguíamos.

Atravesamos un pasillo y llegamos a una sala de color salmón. Paredes, mostrador y alfombra color salmón. Unas butacas rosas y tres puertas cerradas. Se oía bajito “Sussudio” de Phil Collins por los parlantes de la sala, que rebotaba en el salmón. Y ahí estaba mi abuelo, con su larga espalda encorvada sobre el mostrador firmando unos papeles. Al escucharnos nos miró y su cuerpo se empequeñeció. Se achicó. Lo vi. Me impactó. Era un hombre grande. De espalda grande y hombros como balcones de esa enorme cabeza calva. Nariz, brazos, todo en él era grande. Largo. Pesado. Él era así. Su forma de hablar era pesada. Pero a pesar de todo eso, lo vi como a un chico. Más chico que yo en ese momento. Yo tenía once años. Ahí estaba. Solo. Como una pasa de uva. Mi mamó lo asaltó con un abrazo, lo miró a los ojos, le peinó las cejas y se puso a hablar con la chica que estaba del otro lado del mostrador. Una chica llena de rulitos en la cabeza. No había nadie más en la sala. Los gemelos corrieron al grito de “indios salvajes” y se treparon a las piernas de mi abuelo. Yo quieta, al lado de mi papá. Quietos. En pausa. Quería ir a abrazarlo pero no podía. Mi papá tampoco podía. Mi abuelo caminó y se sentó vencido en la butaca, con la mirada rendida. Los gemelos empezaron a dar vueltas en círculo gritando “¡Abuelo!” “¡Abuelo!” “¡Abuelo!” Mi mamá me gritó que callara a mis hermanos, que era la más grande, que hiciera algo. Salí de la pausa, me acerqué y Juan saltó sobre las butacas. Intenté bajarlo y me mordió la mano. Martín me pegó una patada en la rodilla. “¡Mamá!” Grité. “¡Basta Sofía!” Me gritó. Los agarré del buzo a los dos. Ambos me miraban frunciendo la nariz, tirando golpes con las manos que yo esquivaba con miedo. Mis hermanos me daban miedo. Los arrastré hacia mi papá, esperando que les dijera algo. Pero mi papá seguía en pausa con los ojos desorbitados.  Se abrió una puerta y apareció rengueando el médico. Pelado, bajito, panzón. Le palmeó la espalda a mi abuelo y se presentó con mi mamá dándole la mano. Mi papá respiró profundo. Vi cómo le temblaban las manos e intentaba esconderlas en el bolsillo de su campera.  Mi mamá lo agarró del brazo, nos lanzó una mirada severa y salieron por la puerta. El médico le sonrió con una mueca de asco a los gemelos que gruñían y salió hacia el pasillo. Los llevé arrastrando y nos sentamos. Mi abuelo se acariciaba los nudillos de las manos con los dedos. Juan y Martín se pusieron a jugar a hacer sonidos de animales

León, dijo Juan y Martín gruñó.

Perro, dijo Martín y Juan ladró.

La noche anterior mi abuela había estado cocinando pollo al horno con limón, sal y especias. Tenía miles de plantas aromáticas en su jardín. Plantas de todos los tamaños. Ese aroma nunca lo volví a sentir. Mi abuelo estaba mirando Bonanza cuando la escuchó gritar y se levantó sobresaltado. Cuando llegó a la cocina la vio desparramada en el suelo con pedacitos de romero sobre su rostro. Eso me lo contó mucho tiempo después. 

Mi mamá volvió y con voz serena, acariciándole los hombros le preguntó:

-Salvador, ¿no quiere entrar?

No respondió. Apretaba sus labios mientras le temblaba el mentón. Le agarré la mano y le rasqué los nudillos. Mi abuelo contenía las lágrimas apretando fuerte el nudo en su garganta. Entren ustedes, nos dijo mi mamá. Martín, silbando como un canario, se levantó de un salto y despareció por la puerta, con ese aire de felicidad prepotente que hoy en día tiene. Juan lo siguió haciendo sonidos de sopapa con la boca. Mi mamá me miró. Yo la miré. No podía moverme de donde estaba. No podía dejar a mi abuelo. Me miró, acentuando su impaciencia, y yo bajé la mirada y se fue por la puerta. Mi mamá siempre me gana en cuestiones de poder de miradas. 

Nos quedamos en silencio un buen rato, escuchando a Phil Collins, mirando a la chica de rulitos detrás del mostrador, que pegaba papeles de colores en un cuaderno gigante. El médico volvió con dos cafés. Uno para él y el otro para la chica. Él hablaba y ella se reía chiquitito, como sus rulitos. Mi abuelo los miraba. Yo miraba a mi abuelo cómo los miraba y veía cómo su cuerpo se empequeñecía cada vez más. Me empezó a dar mucho miedo que desapareciera. Se abrió la puerta y salieron mis papás y mis hermanos. Mi papá tenía la cara roja, mi mamá lo llevaba del brazo. Hablaron con el médico, mientras la chica terminaba el café. Los gemelos se acercaron y le empezaron a dar besos en la cara a mi abuelo. Mi mamá dio la orden y nos levantamos para salir. Sin saludar nos fuimos. Atravesamos el pasillo. Bajamos las escaleras. Buscamos el auto y partimos. Mi mamá manejaba. Mi papá se miraba en el reflejo del vidrio de la ventana. Martín se durmió y Juan contaba con los dedos los postes de luz de la Avenida. 

-Salvador, se viene para nuestra casa. Dijo mi mamá. 

Y seguimos en silencio. Todos los semáforos estaban en verde.

Llegamos. Mi papá se fue a dar un baño y mi mamá acostó a los gemelos. Mi abuelo se sentó en el sillón sin decir ni hacer nada. Le pregunté si quería comer algo, que le podía preparar un sándwich. Negó con la cabeza. Prendí el televisor y estaba Olmedo. Siempre mirábamos su programa e imitábamos sus personajes. Pero no era lo mismo. A ninguno de los dos nos causaba gracia. Así que apagué el televisor y me senté a su lado. Por el reflejo apagado de la tele, lo veía cada vez más pequeño. Los días pasaron y más iba achicándose, hasta que una tarde mi abuelo desapareció. No fuimos a ningún hospital. Mi papá miraba la alfombra y apretaba los dientes. La radio estaba encendida. Sonaba Phil Collins, Sususudio…sususudio.

Standard

2 Comentarios sobre “Sususudio

  1. Andrea dice:

    Me llevó a mi infancia, a los temas que ponía mi papá cuando íbamos en el auto… bello cuento de momentos tan tristes. Bravo

Comentarios cerrados