Marcela Inda

Cocina económica

Pecó de optimista. Lo que fue a hacer le estaba resultando imposible.

Toda su ropa, y hasta su piel, olía a humo. Horas en ese lugar en penumbras, al lado de una cocina económica, que el viejo alimentaba con tedio y astillas de eucaliptus. La pava, también ahumada, siempre con agua temperatura mate. La única ventana diminuta mirando al monte, con los vidrios sucios y unas cortinitas que alguna vez fueron blancas. La mesa con mantel de hule todo agujereado por los cigarros. Un aparador con la radio, la loza cachada, y la botella de 8 Hermanos, siempre ahí, siempre a punto de terminarse. Dos sillas y una banqueta (que fue silla y perdió el respaldo). 

La radio mal sintonizada intentaba dar las noticias, la hora, la temperatura. El viejo, ausente, chupaba el mate. Él, por enésima vez esa semana, estaba decidido a sacar el tema, y no encontraba la manera. Miraba a su padre, y no lo reconocía. O sí. No lo reconocía desde hoy, desde su presente. Era más bien como viajar a la infancia y verlo ahí, en el mismo lugar. Él un niño, y su padre siempre su padre. Siempre callado, siempre ausente.

Le había traído un par de camisas nuevas, unos pantalones, unas medias… hasta ropa interior. Y así, en el paquete, todo había quedado en la silla-banqueta. Le había agradecido, sí, con algo así como una sonrisa-mueca. Todo era así con el viejo: semi, cuasi… a medio camino entre una cosa y otra, a caballo de.

Qué distinto era todo cuando él lo miraba desde ese ser adulto en el que se había convertido en una ciudad con autos que van y vienen, con bancos, semáforos, puertas con llave, paredes blancas, escaleras mecánicas, luces de neón.

Qué sencillo le había parecido el plan cuando lo concibió. Se tomó tres días, hizo las compras, el bolso y sus pasos firmes lo llevaron a la estación. El tren lo adormeció enseguida, y cuando abrió los ojos el paisaje ya era completamente distinto. Empezó a contar molinos sin pensar, como hacía de niño en esos juegos secretos… Y algo comenzó a arrugársele adentro, como un plástico que se achicharra por la presencia del fuego, como un papel antes de volverse ceniza…

No esperaba un gran recibimiento, no lo hubo. Tampoco fue rechazo. Era ese terreno inhóspito que desde siempre había existido entre su padre y él. Al no mediar palabra, nadie podía decir que era una cosa o la otra. No tenía nombre ese silencio que se instalaba entre ellos. 

Los dos primeros días, él desplegó todas las habilidades recientemente adquiridas de roce social y le contó, o sea, monologó, sobre las novedades de los últimos tiempos. Las de su vida, su nuevo trabajo, el lugar donde vivía, la ciudad, las cosas que estaban pasando en el país y hasta en el mundo, intentando crear alguna especie de interés por algún tema, esperando siempre que vuelva en forma de pregunta algo del otro lado. Y ahí su padre, a medio camino entre la palabra y el gruñido. Lo único que parecía interesarle era lo relativo al clima. Así que disertó largo y tendido sobre las diferencias climáticas entre un lugar y otro.

Y la pregunta atragantada. Y el motivo de su viaje aun sin confesar. Cómo saber cuándo era el momento indicado, la ocasión propicia. Quizás tenía que dejar de esperar el instante perfecto y preguntar por fin lo que había ido a buscar, a querer saber. Era ya el tercer día. Su tren de regreso pasaba esa noche. Que no haya sido en vano tanto humo, tanto silencio.

Tomó aire. Lo miró tratando de verlo de nuevo. Tratando de alejarse para escapar de ese poder que es siempre un padre que calla. Sintió que si no preguntaba se iba a morir él antes que el viejo. Sintió que si no preguntaba, el viejo no se iba a morir nunca dentro suyo, no iba nunca a convertirse en tierra, en abono. 

-¿Y mi madre?

La voz le había temblado, pero la intención había dado en el blanco. Todo en el viejo pareció tensarse. No lo miró, ni respondió. Pero él se dio cuenta de que la punta de flecha de su pregunta había tocado un centro largamente escondido. ¡Ah! Estaba vivo, pensó. 

-Quiero que me cuente de mi madre.

Sintió que había parido. Había pronunciado lo inimaginable. El viejo dejó el mate y encendió un cigarro. Las manos le temblaban. Todo él parecía una hoja en otoño. Y algo se abría en el horizonte de esa pequeña cocina llena de humo.

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3 Comentarios sobre “Cocina económica

  1. Lea dice:

    Otra vez, la palabra que nos revela el misterio pero en “Cocina económica” la pregunta llega. Y con ella, el alivio. Qué descripciones originales. Cuánta interioridad. Muy lindo, Marcela.

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