Pasó la lengua por el bordecito. Pegó la solapa cerrando el sobre. Remitente. Destinatario. Código postal. Recortó con cuidado la estampilla y la pegó. Listo. Hoy eran cinco cartas. Las metió en la cartera. Cerró las ventanas. Saludó al gato y salió.
El frío le dio de lleno en la cara. En su casa no se había dado cuenta de que había tanto viento. Igual eran pocas cuadras. Llegó a la esquina de Sarmiento, que siempre es la más ventosa, y una ráfaga helada casi la arrastra contra la pared. Pero siguió. Parecía el único ser humano que se había aventurado a salir con ese día. La calle desierta. Cruzó Alem, 9 de julio, y llegando a Rodríguez ya no sentía ni el frío ni el viento. Feliz. Siempre entraba feliz al correo.
Al principio había sido netamente por Ernesto, que la saludaba tan educado detrás de su bigote descomunal. Las camisas mal planchadas, pero con esmero. Las corbatas de un marrón triste, sin combinar. Pero él tan señor, tan en su puesto, tan contundente con sus sellos y sus timbrados.
Y ella tan habitué.
Intercambiaban saludos, comentarios sobre el clima, alguna noticia de última hora.
Y no mucho más. Ahí quedaba la cosa, entre la timidez de ella y lo corto que podía ser en propuestas el empleado de correos. Para cuando se acostumbró a esa cálida “nada” que compartía con él, ya se había aficionado, y mucho, al envío masivo de correspondencia.
Le escribía a su prima que vivía en Tucumán, Emilce. Que jamás le contestaba, quién sabe si le llegaban sus misivas. Pero lo importante era seguir escribiendo, cada vez más preocupada por su estado de salud, el de sus hijos y su marido. Por lo menos una carta al mes tenía destino Tafí.
Participaba en cuanto concurso impusiera la condición de enviar por correo. Así se había animado a escribir poesía, cuento corto, y hasta había dibujado con carbonilla y pintado con acuarelas. Se enteraba por la radio, por la televisión. Siempre atenta a la posibilidad de llegar lejos con esos sobres que tan amorosamente seleccionaba y estampillaba.
Una vez por semana iba a La Minerva, la librería más completa. Veía las novedades y compraba lo necesario para los envíos que se aproximaban. Un día empezó a comprar papel avión, de ese que es tan finito que parece de calcar, y se usa para enviar las cartas que van más lejos para que pesen menos.
Y es que se había hecho un “pen-friend”, en sus clases de inglés. Se llamaba Nicholas, tenía unos larguísimos setenta años y vivía en algún lugar de Inglaterra, que ella imaginaba verde y lluvioso. Él sí le contestaba, y leer sus cartas era un momento sublime. Se preparaba un té y le parecía escuchar que un señor sumamente elegante pronunciaba impecable y británicamente aquellas palabras escritas para ella. Se sentía profundamente afortunada, como parte de la realeza. Contestarle le llevaba muchísimo tiempo. Consultaba con la profesora, pero también con la almohada. Pensaba días enteros qué contarle. Y después venía el problema del cómo. Probaba distintas formas de saludos, de introducciones… Se fue haciendo experta, sin saberlo, en el género epistolar.
Pero no era la literatura lo que la elevaba, lo que le alegraba los días, lo que la hacía salir de su casa sin perezas aún en los días más fríos del invierno.
Saludó a Ernesto que le devolvió la sonrisa, mientras sellaba los cinco sobres del día: el de Emilce, el de Nicholas (por avión), dos para revistas femeninas y una encuesta larguísima que le había llevado horas completar.
Sintió el aire helado al salir, cruzar Rodríguez, 9 de julio, Alem… Satisfecha, pasó la esquina de Sarmiento a paso apurado sosteniendo la pollera para evitar sorpresas. Ancho el pecho, cerca la sonrisa en los labios. Sus sobres ya estaban en viaje. Tarea cumplida. Comunicada con otros, iba lejos con sus palabras. Era inmensa, como el mundo.
Las palabras viajan en ese correo de silencio y familiaridad. Me hizo acordar a Puig.
Hermoso
Gracias