Marcela Arza

El mejor día de mi vida

Ese día, como quien dice, había empezado con el pie izquierdo. Literalmente, me desperté y bajé el pie izquierdo al piso. Apenas tocaron la cerámica, los dedos se inundaron en un charco de meo caliente, y no va que metí el otro pie también. Los dos. Parada sobre el meo. Alfonsa me miraba socarrona. Se reía de mí despertar con maullidos que exigían desayuno. Fui al baño, para limpiarme y ahí descubrí que no había luz. Me limpié a oscuras y en la cocina ¿qué había?  Un charco de agua, rodeando y amenazando la heladera. Charcos, charcos. Alimenté a la gata que a esa altura me daban terror sus alaridos de hambre, y sequé el piso y la heladera por dentro, y en un momento, pisé para atrás, Alfonsa se me metió entre los pies, me quise apoyar en la mesada, pero trastabillé y caí de lleno con el huesito dulce en el piso mojado de la cocina. Despatarrada, veía como la gata me caminaba encima ronroneándome. 

Que día horrible estaba teniendo. 

Sequé rápido, mientras me vestía y salí a trabajar. Era martes. Me tomaba el Sarmiento para ir a Congreso y ese día, como tantos otros, el tren se retrasó como cuarenta minutos. Y la gente se amontonaba cada vez más. Más tardaba el tren, más gente había. Éramos una lata de sardinas, como quien dice. Todo el viaje con el codo de una mujer, incrustado en el estómago, más el dolor de la caída por el charco de agua en la cocina… Una sardina abollada, en el fondo de la última lata de la góndola. Así, me sentía. Y claro, llegué tarde. Mi jefe, Juan Carlos Martínez, me levantó en peso delante de todos mis compañeros y me dijo que perdía el presentismo y que cuide mi trabajo. Que cuide mi trabajo y claro, me dio más trabajo que el habitual.

Hora de almuerzo y me había olvidado el tupper con la comida, entonces, salí para comprar algo de comer y cuando llegué a la rotisería, me di cuenta que no tenía la billetera encima y entre ir y volver, tardaría toda la hora del almuerzo porque en ese momento las oficinas quedaban en un tercer piso de subsuelo y no funcionaba el ascensor. Así que bien, ya bastante, bastante irritada e indignada con el día nefasto que estaba teniendo, respiré hondo y le pedí un cigarrillo a un hombre que estaba parado, esperando el colectivo. Yo no fumaba, yo no fumo, pero necesitaba fumar.  Con solo verlo exhalar el humo, con esa paz que tienen los fumadores de matarse un poco más día a día, me dieron ganas de fumar y le pedí el maldito cigarrillo. Lo prendí, entre toses y un estornudo extraño, y me senté en un banco de la Plaza Congreso a ver pasar la gente. Obvio, que donde me senté, estaba mojado y mis pantalones blancos, se marcaron en una aureola que ni quise tocar, así que me senté en otro banco. Ya todo en mí, estaba entregado, ya ese día me había ganado a cada instante que pasaba. 

Fumaba y en cada pitada tosía y mi estómago hacía sonidos de desagrado, también por el hambre que a esa altura tenía. Fumaba y miraba atenta el cine de enfrente. Un auto estacionó en la puerta, parecía una limusina, de color azul. Eso apenas divisaba entre los rayos del calor de ese verano. Era febrero. 17 de febrero. Del auto, bajó un hombre de traje y estirando la mano, agarrándose, un color. El rojo. Primero vi el color, después vi un sombrero, una mano y una mujer. Pero el rojo, el color rojo, me impactó sobremanera. Como si fuese el único color de todo lo que veía. Se metieron en el cine, miré para otro lado, escupiendo con mis dedos el cigarrillo y el rojo seguía. Mirase donde mirase se me aparecía el color rojo, se me había sellado en la pupila, estaba por todos lados. Mareada, por la insolación, por el humo, por no comer, me levanté y caminé hacia un bebedero que había en la plaza. Me arrimé y tomé de a sorbos el agua que, claro está, hasta ese momento el peor día de mi vida, el agua salía caliente. Igual tomé. Mis manos y brazos temblaban, mi estómago hacía sonidos muy extraños que nunca había escuchado en toda mi vida. Me caí despacio, me fui cayendo despacio, sentándome, al lado del bebedero. Respiré hondo, muy hondo y el rojo seguía. Sobrevolaba el pasto y bailaba frente a mí. Una marca en esa plaza. Un estigma para mis ojos. ¿Estás bien? me dijo. Apenas levanté la cara, vi que el rojo se posó sobre su boca, ¿Te sentís bien? Como arcoiris, su mano hacia mí, pude levantarme. 

Soy Omar. 

Soy Claudia. 

Y todo se volvió de color. 

El que parecía el peor, fue y es, el mejor día de mi vida. 

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2 Comentarios sobre “El mejor día de mi vida

  1. Liliana dice:

    Muy lindo cuento Marce!!!! Me gustan tus descripciones que te hacen sufrir con la protagonista. Y sobre todo me gustan los finales felices!!!!!!?????

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