Hitchcock, Marcela Inda

Ventanas

Sobre las nueve entra a su casa.

Enciende una a una las luces bajas, tenues, que eligió porque generan sombras, colores cálidos y rincones, son luces que juegan con las cortinas a medio correr.

Deja la cartera, se descalza en el camino. La llave cae en la mesita, el teléfono en el sillón, el echarpe en el pasillo. Como un dique que se abre, pero en cámara lenta, va dejando caer cada cosa, cada prenda, mientras recorre, en un estudiado ir y venir, las habitaciones del departamento desfilando por sus ventanas abiertas. Porque es eso, es el desfile del llegar. Y disfruta ofreciéndolo. A la familia tipo que está cenando, a los estudiantes del décimo piso que ya están provistos de binoculares, a la niña curiosa que espía ese mundo desconocido, a los invisibles que se avergüenzan tras persianas y cortinas, pero que ella conoce bien. Los sabe esperarla. Los deleita con su estar tan suave, tan musical. Tan entero, tan cuerpo.

Cuando pasa por el living pone un disco. Dee Dee Bridgewater. Y se desliza. Ya casi sin ropa. Va al estudio, la otra ventana, que da al sur, y tiene también sus espectadores. Se detiene a buscar un libro, vuelve al living. El teléfono vibra sobre el sillón, con mensajes y cuestiones que no quiere atender ahora. Este es su momento de disfrutar. 

Dee Dee canta mezclando el francés con el inglés y ella mezcla los hielos con la bebida en el vaso, y se mece al compás de la música. Se inclina para subir el volumen. Cada movimiento está premeditado, está dedicado. Se sabe observada por el norte, por el sur y por el este. Ese deseo ajeno es un elixir,  es EL alimento. “J´ai deux amours…”

De pronto silencio. Oscuridad total. Desorientada, tarda unos segundos en entender el corte de luz que interrumpe su desfile cotidiano. Mira por primera vez hacia afuera y ve que es general. Todo está oscuro. A tientas deja el vaso en la mesita, y busca torpe el teléfono sobre el sillón. Apenas lo intenta desbloquear, el aparato se apaga también con la batería exhausta. 

Piensa. Debe haber velas en la cocina. Llegar. ¿Habrá? Por un segundo nota que algo muy raro está pasando. No es sólo que paró la música. Es que no hay ningún otro sonido. Ni en la calle ni en el edificio. Como si todo se hubiera callado de repente. Es un momento extraño en el que duda de su propia percepción, no puede ser. Está asustándose sin motivo, como se asustaba cuando de chiquita le daba miedo la oscuridad. Se sienta en el sillón y respira. Respira, respira. Tratando de asimilar todo el negro en la retina, y que algo se acostumbre. Más negro.

El corazón le late tan fuerte que cree que le va a dar algo, es lo único que escucha, el sonido de su propio corazón. Los músculos no le responden a la orden de ir a la cocina a buscar las velas, o los fósforos, ¡algo! La aterra volver a mirar hacia afuera. La aterra la idea de que el mundo se haya apagado. Es una idiotez, pero es un pensamiento que no logra borrar de su mente en negro.

Y como emergiendo de la nada, pasos. Sonidos en la escalera. Alguien está llegando al palier. ¿Vienen? Debería ir a la puerta, asomarse a la mirilla, profesar algún sonido que corte el glacial silencio. Preguntar a ese alguien que se acerca con pasos firmes qué está pasando. No puede. Algo la inmoviliza y la calla. ¿Pasan de largo? Los pasos se alejan sin remedio y ella no sabe si eso es un alivio o es la desolación más absoluta. Suda frío. Todo su cuerpo está mojado sobre el sillón en un estado de máxima tensión.

Y así como se fue, sin ninguna explicación, vuelve la luz.

Dee Dee vuelve a cantar; los rincones, a iluminarse tenuemente. Mira alrededor para comprobar que esté todo. Qué estupidez, piensa. Pero es un impulso. Chequear la existencia de las cosas que sobrevivieron a la oscuridad. Están. Muy lentamente se estira hacia la cartera, saca el cargador, enchufa el teléfono. Lo mira. Espera. Lo mira. Nada. No hay mensajes, ni notificaciones. 

No sabe por qué pero no puede aún acercarse a las ventanas. ¿Qué quedó del otro lado después del negro? Trata de engañarse con una idea tonta: debería terminar el desfile, después de un momento así, cómo no regalar un final. Recuperar la gracia, la sutileza, la ingravidez. Y dar unos pasos despreocupados, obsequiarlos para pasar el mal trago. 

Mueve los dedos de los pies, los de las manos, tratando de recuperar la fluidez del movimiento. Deja caer los párpados, practicando liviandad. Se siente capaz, se levanta, da unos pasos en dirección norte y por el rabillo del ojo le llega una información confusa. No decodifica. Se inquieta pero continúa. Gira siguiendo el impulso musical, y otra vez hay algo que no va. No están ahí. No los percibe, no los siente. Y tiene que mirar. Tiene que comprobarlo. Así que en una calculada diagonal se acerca a la ventana del este y muy lentamente hace lo que nunca: mira de frente. 

La niña duerme, la familia tipo mira la tele, los estudiantes han salido… No ve el titilar de las pupilas detrás de las cortinas, no hay un sólo espectador. Ella está muerta.

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2 Comentarios sobre “Ventanas

  1. Lea dice:

    Luz/oscuridad/luz se corresponde con: personaje y espectadores/ personaje – actriz sola/, actriz sin espectadores. Alegoría del teatro que es como en la vida un ser con los otros. Bravo Marcela!!!

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