Marcela Arza

Prendió la luz

Prendió. 

Prendió la luz de la cocina. Hace seis meses que la luz de la cocina no anda, entonces hay un velador, que le da luz a la cocina. Seis meses de desenchufar y enchufar el microondas para así, no tener el cable cruzando por toda la cocina, el cable del velador. Pero hoy prendió. Prendió la luz de la cocina. Y déjenme decirles, que la solución no fue nada heroica. No. La solución fue, lo que por estos seis meses varias personas me dijeron y que justamente la semana pasada a una amiga le comenté en tono irónico, imitando la voz de aquellos ilustres que se dieron cuenta, ¿no será la lamparita? ¿No probaste en cambiarla? A lo que yo me preguntaba, para mí, en mi mente, ¿la gente me cree idiota? 

Apa.

Claro que lo había intentado, claro que sí. 70, 60, 40 watts. Compraba las lamparitas, me subía a la escalera, las ponía y nada, no había luz. En cambio, si las ponía en el velador, funcionaban, por eso mi amor al velador se hizo cada vez más grande, debo reconocerlo. Justamente a esta amiga que le hice ese comentario burlón, le dije que le diga a su novio que es electricista que venga a arreglarme la luz de la cocina y a ponerme un enchufe nuevo en la pieza para poner el velador ahí. 

Seis meses de probar y probar lamparitas. 

Una vez me dijeron: los grandes cambios surgen de manera imprevista. A veces, no hay por qué.

Y hoy fue ese día. Quizás, seguro, me rebotó esa charla con mi amiga y entonces, me levanté del sillón, fui al velador, lo apagué, saqué la lamparita y subiéndome a la escalera, sabiendo que lo que hacía ya lo había hecho en varias ocasiones a lo largo de estos seis meses, pero aun así, ahí arriba, con el eco de esos ¿no será la lamparita?, ¿la cambiaste, la cambiaste?, coloqué la lamparita. Pero esta vez, y lo digo ahora en este recuerdo dudoso, puse la lamparita con fuerza, apretando con fuerza sin miedo a romper. Estiré el brazo, apreté la tecla que conecta con la luz de la cocina y: voila.

Hay luz en la cocina. 

 Y para completar, aún más, el cartón de esta noche loca, agarré el velador, amado velador de la cocina que me iluminó por meses cortando verduras o preparando un Campari, agarré esa preciosura de pantalla verde, velador que me compré la primera vez que me mudé sola, ya hace… hace tanto tiempo de eso. Saqué la lamparita de otro velador que está en el living, esperé a que se enfríe, fui a la pieza. Sentía que podía hacer de todo, arreglarlo todo, esa confianza que es como cuando te dan vidas infinitas en algún juego y jugás sin miedo a perder porque es infinita la vida, algo así. Algo así, sentía. Puse la lamparita en el velador, corrí la cama, enchufé el velador, lo enchufé donde desde hace más de seis meses nunca había podido enchufar, y…voila. 

Hay velador en la pieza. 

La que me tira las cartas, una vez me dijo, tenés que ver las señales, no estás viendo las señales, ¡no estás viendo las señales! y se agarraba la cabeza. 

Me cuestiono realmente la forma que tengo de vivir las cosas, que meses más tarde, descubro que lo que no funcionaba era yo, que las cosas estaban bien.

Me cuestiono. 

Ahora tengo que comprar otra lamparita para el velador del living y cambiar la de la cocina, porque es muy blanca. 

Dicen que la casa es uno. Sé que no digo nada combativo, que hasta podría ser la anécdota más frívola de consumo, pero tener luz donde yo quiera, hizo que la casa se vuelva más grande y cálida.

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