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Hámster (Primera entrega)

Por Patricia Suárez

Acá fue donde empezó todo y el primero fue un hámster.

Ocurrió casi al final del verano.

Mandaron al chico a casa de su abuelo, en las afueras de la ciudad. El nene tendría unos seis años, Eduardo, seis para siete, y lo mandaron a la casa del abuelo, el señor Mittler. A los padres les pareció una idea genial: el abuelo había enviudado de su segunda esposa meses atrás, y estaba todavía bastante triste. La hija fue durante la primavera a ayudarlo con las cosas que eran de ella, ropa que donaron al Ejército de Salvación, pequeños efectos personales, de tocador, que echaron a la basura. Se respiraba silencio en la casa, y eso era muy malo. Era una casa de dos plantas, pero a la planta de arriba ni siquiera entraba el canto de los pájaros, o el gorjeo, o el titar o como se diga lo que hacían los pájaros ahí fuera, en el parquecito.

Tal vez ocurría que no había pájaros, desde que pintaron con cal las paredes de la casa y alguno que otro, al haberlas picoteado pudo haberse envenenado. 

Como sea, la hija advirtió a su padre que enviaría al chico para las vacaciones. Le haría bien el aire de campo, dijo, aunque la casa del señor Mittler no estaba ni remotamente en el campo, todo lo contrario. La circunvalaban la autopista que se convertía en ese punto en dos rutas provinciales, y los coches circulaban con fiereza. Pero el abuelo aceptó; y cuando le comunicaron al chico que él pasaría parte del verano allí, no estaban preparados para el escándalo que tuvieron. Las objeciones parecían muy serias -aunque en otra época, claro está, esas objeciones hubieran sido tomadas como una auténtica falta de respeto y se curaban con un castigo como no ver la tele, o hasta con un par de cintazos en el culo-: ¿por qué los padres iban a la playa, a una casa de playa, con amigos y él no podía ir? ¿por qué querían estar solos? ¿Querían acaso hacerle un hermano? El odiaba la idea de tener un hermano y con eso tiraba por tierra el mito que dice que todos los hijos únicos desean estar acompañados por un igual.

Pasaron todo enero convenciéndolo y por fin negociaron para que fuera a la casa de su abuelo. Llevaría a Gary, el hámster. El abuelo no tenía mascotas así que no le molestaría tener un hámster de huésped; un animalito que da tan poco trabajo. Vivir, vivía en su caja de vidrio, ensuciaba en un costadito apenas y había que remover sus heces día por medio. Nomás había que cambiarle el serrín y darle su agua y su comida. Tenía casi un año, y era un ratoncito gordo, que se subía a su ruedita cada vez que podía. Era un maniático de la ruedita. 

A Eduardo le gustaba mirarlo por horas, y hablarle. La madre creía que le hablaba, que le comentaba sucesos, hechos de su vida. Ese ratón de Siria cuyos ancestros acostumbraban a cruzar el desierto a la carrera, se detenía a veces ante la voz de Eduardo y apoyaba sus dos patas en el cristal y lo miraba. Como si atendiera, entendiera lo que el chico decía. Así cuentan que era el bicho con él. 

El abuelo, cuando supo que tendrían un hámster, puso toda la comida arriba, en lo alto de la despensa, adonde sólo él pudiera bajarla. Ese ratón gordo y asqueroso no andaría husmeando en la comida. Al abuelo no le hacía gracia el hámster, por muy dorado y muy limpio que le dijeran que era. Cuando era chico él mismo, había tenido que luchar prácticamente mano a mano con las ratas del sótano donde vivía. 

Ubicó al chico en el dormitorio al lado suyo, con la caja con el hámster con él. Así, el chico podía dormir -el abuelo no entendía cómo lo lograba- con el arrullo de la ruedita. El abuelo se ponía tapones en los oídos. Cuando despertaba, el compás de la rueda había cesado, él despertaba al chico y le hacía de desayunar. Café con leche y tostadas. Salían poco de la casa: a hacer las compras a la despensa de Elsa a dos o tres cuadras, y a dar una caminata por el barrio, para que el abuelo entrenara las piernas. No había en la casa televisión por cable, así que el chico se la pasaba mirando revistas viejas y libros de colección sobre la Segunda Guerra Mundial y sobre armas de guerra. No era la mejor literatura para un chico de casi siete años. La madre le había puesto en el bolso de viaje el libro El mejor novio del mundo, la historia de una ratita que se enamora. Pero el chico ni lo tocó: no le gustaba leer y las imágenes le parecían muy para chiquititos.

Promediando la tercera noche, el abuelo oyó el chirrido de la ruedita. Era un sonido hiriente y atravesaba las paredes del cuarto, no dejándolo dormir. Bajó a la cocina a buscar un pote de aceite para engrasarla, subió y así, sigiloso y en piyama se dispuso a componer la ruedita. Apenas si entraba luz del pasillo, y él creía que tenía los ojos tan buenos como cuando había formado parte de la Marina. Quitó la tapa de vidrio apenas para que entrara su mano, y apenas lo hizo sintió en la carne blanda entre el pulgar y el índice los dientes del hámster. Contuvo una puteada. El animalito mordía y no lo soltaba, se había clavado muy adentro y parecía que le gustaba esa densidad. El abuelo sacudió la mano y el bicho pegó contra una pared. Al viejo le asaltó la culpa de haberlo matado del golpe. Se quedó lo más quieto que pudo y aguzó el oído: sólo se oía la respiración cadenciosa del chico y su propio corazón, agitado. A los dos segundos, el tiqui tiqui de las patitas del hámster y su sombra, fuera de la habitación. Ahora sí, el abuelo se dio el gusto de soltar en voz baja una puteada tremenda, como cuando le diagnosticaron cáncer a su segunda esposa. Corrió tras el hámster, tanto como le daban las piernas. Había comido muchas porquerías con el chico, chitos, hamburguesas que chorreaban grasas, eso lo podía sentir enseguida en sus piernas. El bichito bajó las escaleras tan rápido como podía, un poco a los saltitos; podía jurar que lo había visto bajar pero cuando puso el pie en el tercer escalón, donde la escalera hacía su caracol, y bastante lejos del descanso. Pero no; el hámster estaba debajo del arco de su pie descalzo; del derecho, y por miedo de aplastarlo hizo una maniobra de bailarín que lo llevó a tropezar y caer, rompiéndose el cuello contra la pared.

A la mañana siguiente, el chico quedó muy trastornado con lo que vio. 

Más le pesaba a Eduardo no encontrar a su mascota y se dio en buscarla por toda la casa. Arriba y abajo; hay que ponerse en la cabeza de él: dos pérdidas suman mucho más que una, aunque se tratara de su abuelo. Hambriento y frustrado, intentó alcanzar los chitos de encima de la alacena: una silla, y encima un banquito, y puntas de pie. ¡Junto a la bolsa de chitos estaba su querido Gary! Una sonrisa enorme debe ser el último gesto que hizo, porque con ella quedó. El hámster se lanzó más como lo hacen las ardillas voladoras que los hámsters, desde el borde de la alacena hasta el cabo del espaldar de la silla. El chico, Eduardo, cayó para atrás; pasó unos días desmayado, sin recobrar el conocimiento a juzgar por su sonrisa de alegría, y falleció. Fue encontrado por los padres al final del verano, el primer día de marzo, cuando lo fueron a buscar.

No había rastros del hámster dorado.

Patricia Suárez

Nació en Rosario, es dramaturga y narradora. Estudió psicología y antropología. Asistió al taller de narrativa de Hebe Uhart y estudió dramaturgia junto a Mauricio Kartun. Ha trabajado en periodismo cultural en diarios y revistas. Entre sus obras encontramos novelas, cuentos, libros para niños, teatro, poesía, ensayos. Los numerosos premios con los que ha sido galardonada confirman su maestría. Entre otros: el Premio Monte Ávila dentro del Concurso Juan Rulfo, el Premio Clarín de Novela (2003), el Primer Premio Cosecha Eñe (2007), el Premio San Luis (2011) y el Premio Relatos Cortes de Cádiz (2012). Publicó novelas como: La prueba viviente, La cosa más amarga, LUCY, Causa y Efecto, Album de polaroids, Perdida en el momento, Un fragmento de la vida de Irene S., y Aparte del Principio de la Realidad; y el libro de cuentos Esta no es mi noche. En su narrativa para niños destacan Habla el lobo, Ratones de cuento, Amor dragón, Habla la madrastra, Pollito matón, El príncipe durazno, Boris Orbis y la vieja de la calle 24, Hugo el pavo real, El regalo de Samanta, Reynaldo el distraído. Se ha vuelto una dramaturga tan prolífica que es muy difícil seguir el rastro de sus publicaciones y estrenos. Entre sus obras, pueden mencionarse Valhala; La Varsovia; Acaso ha pasado el tren; Casamentera (o La Señora Golde); El sueño de Cecilia; Cruz roja; Las 20 y 25; El tapadito; Edgardo practica, Cósima hace magia; Rudolf; La muchacha loba; Amor de memoria; Pañuelo de Kalamata; La Sopresatta; Kadish para mi madre; Miracolosa; Disparos por amor; La Rosa Mística; Natalina. Ha practicado sistemáticamente la escritura en colaboración con otros dramaturgos, entre ellos Ariel Barchilón, Leonel Giacometto y María Rosa Pfeiffer. Ha escrito obras en series: Las polacas (Teatro Vivo, 2003); Trilogía peronista (Teatro Vivo, 2005); La Germania (Losada, 2006).  Es tan generosa como productiva, fresca y profunda, sabe hacernos reír.

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2 Comentarios sobre “Hámster (Primera entrega)

  1. Paula dice:

    Desterrando cualquier leyenda o romanticismo mascotil! Me encanta cómo se precipitan los acontecimientos, ¡felicitaciones!

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