Marcela Arza

Los sapos, las ranas y Dios

Tenía doce años. Habíamos ido de campamento, con el grupo de la iglesia del Santísimo Redentor a Córdoba, al camping “Sol brilla”. Nos levantábamos temprano, desayunábamos, jugábamos al quemado y a la búsqueda del tesoro con pistas. Las pistas eran salmos adivinanzas. Lo jugamos dos veces. La primera vez, el tesoro fue una metáfora con ramas que me acuerdo que nadie entendió. Y la segunda, el tesoro fue un bizcochuelo con dulce de leche. Tenía doce años. Recién los había cumplido.  

Cuatro noches y cinco días de verano. 

Almorzábamos, caminábamos por el terreno, merendábamos. No salíamos del camping. No estaba para nada permitido salir del perímetro establecido, lo repetían a cada rato eso. También pintábamos unas cajoneras chiquitas, con cajones chiquititos y manijitas chiquititas. Parecían de juguete las cajoneras. Eso lo hicimos los cinco días. 

Reflexionábamos, también. Todas las noches después de comer hacíamos ronda fogata y cada uno decía lo que quería, podía ser una palabra, una frase o lo que uno quería decir, a modo de reflexión. Lo hacíamos después de cenar, decían que así, el cuerpo se acostaba sin culpas. Hablaban todo el tiempo de la culpa.  

Era la cuarta noche, de esos cinco días de verano. Nos metimos en la carpa. Estábamos hablando de la diferencia entre los sapos y las ranas. Javier estaba empecinado en que las ranas vivían en el agua y los sapos en la tierra. Camila lo contradecía, decía que los sapos vivían en el agua y en la tierra. Decía que los sapos están en todos lados. Discutían en tono chistoso, mientras nos cambiábamos para la cena. No podés vivir en el agua y en la tierra, o vivís en el agua o vivís en la tierra, decía Javier y hacía sonidos que imitaban el croar. Y nos reíamos de eso. Camila se reía y yo me reía. Camila era mi mejor amiga. Del barrio. Vivía a una cuadra y media de mi casa y su mamá y mi mamá se conocían de la Facultad, sacábamos juntas a pasear a nuestros perros. Ella a Tritón y yo a Sindi. Se reía de todo, le gustaba hacer canciones de todo lo que hablábamos, si le decías Hola, ¿cómo estás?, ella cantaba y decía, estoy bieeeeeeeen y estiraba los brazos. Los hoyuelos de su cara pecosa. 

Camila se reía con los ojos, con los hoyuelos y las pecas.  

Javier nos encantaba, hablaba con “sabiduría”. Lo que decía le creíamos. Tenía doce años. Camila trece. Javier había dicho: si Dios creó el universo, ¿en qué universo vivió Dios hasta que lo creó?  Y ahí nos miramos y supimos que lo amábamos. Que todo lo que decía estaba bien. Cualquier cosa que decía nos parecía importante. Era la forma que usaba para hablar. No dudaba al hablar. Además, tenía pelo largo con rulos, que llevaba siempre suelto y usaba una cadena de bicicleta colgada en el cuello. Javier deslumbraba. Nos deslumbraba. 

Lo admirábamos.  

Decía ¡Salten como ranas! ¡Salten como sapos! Y saltábamos. ¡Salten! ¡Salten! La carpa saltaba. Así no se salta, dijo Javier y Camila dijo sí, que así saltan. Qué no, que así no, y empezó a saltar más rápido y más desbocado y se arrimó y la tumbó contra la bolsa de dormir. Ella se reía. Javier decía las ranas no se ríen y le hacía cosquillas en la panza. Y se reían y pateaban para todos lados. Yo no me movía. Recibía las patadas pero no me movía. Javier la agarró de las manos, la empujó para un costado y la puso boca abajo. Su mirada daba con la mía. De pronto la risa dejó de reír y la carpa dejó de ser ese lugar. Intentó darse vuelta pero Javier no la dejaba. ¡Así saltan las ranas! ¡Así saltan!, decía. Yo tampoco podía moverme. Como si el cuerpo de Javier fuese el doble de lo que era. Sentía que encima de mí había un edificio de ladrillos aplastándome. Me paralizaba moverme. Algo se estaba rompiendo, algo en mí y algo en ella. Los ojos de Cami ya no se reían. Los hoyuelos se devoraban la cara. Las pecas parecían querer escapar también. Me acuerdo que repetía para adentro los salmos adivinanzas y que intentaba inventar alguno nuevo y que me parecía difícil y estúpido inventar salmos adivinanzas. Que Dios me parecía estúpido. Los sapos, las ranas y Dios. Seguía mirándome y Javier saltaba sin reírse, sin hablar. Nadie hablaba. La carpa se transformó en un eco de silencio y de ruido. Por un rato largo, el silencio se hizo ruido.  

Llamaron a todos. Las linternas iluminaban a lo lejos. Javier salió de la carpa. Nos dijo que él salía primero, que nos portemos bien, que la pasamos bien, que lo que había pasado estuvo bien pero que no digamos nada.   

Esa noche comimos milanesas con arroz. Las milanesas estaban fritas y yo no como frito. Nunca soporté lo frito. Pero esa noche comí tres milanesas fritas. Javier y los otros coordinadores nos llamaron a la ronda fogata, cuando me tocó hablar a mí, lo primero que me vino al cuerpo es un malestar de golpe, como si mis intestinos quisieran atravesarme de una patada rotunda y mortal, pero dije que me sentía bien. Bien, bien. La panza me estaba por explotar. Sentía los intestinos ahorcándose. Cuando nadie me vio, salí corriendo para donde estaban los baños y en la mitad del camino, caí al pasto. Arrastrándome en la tierra, agarrándome del barro con las uñas, en medio de un círculo de carpas, vomité todo el arroz. 

Vomité arroz, las milanesas no. 

 Nunca supe qué pasó con esas cajoneras chiquititas. Yo creo que diez o quince por día, pintábamos cada uno. 

Doce años tenía. Camila tenía trece. Nunca volvimos a hablar de eso. 

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