Invitadx, Pecados Capitales

Avaricia

Por Gabino Torlaschi

“Aquel que más posee, más miedo tiene de perder” le había dicho su abuela muchos años atrás antes de morir. Esa frase se repetía en su cabeza muy a menudo como un mantra que a veces le otorgaba aire y otras tantas se lo quitaba.

Si había algo especial en ese hogar conformado por dos metros de ancho por cuatro de largo era la cocina. Su ventilación era nula y tenía aromas de a montones. Dos años habían pasado desde que se autodescubrió en ella y el mundo seguía sin saberlo. Ya no recibía visitas de amistades o familiares y ni hablar de amoríos. Su afán por mantener su don en secreto era tal que su agenda cumplía una única función: comer a ciegas. En el transcurso de algunos almuerzos cerraba los ojos con mucha fuerza y viajaba hasta una parrilla de la costanera, sin gente, pero llena de humo choripanesco. Otros días se encontraba solo en el Club Español comiendo arroz azafranado con calamar. Cuando abría los ojos su plato aparecía vacío. Le fascinaba el viaje.

A veces se le escapaba algún que otro ruido gutural. Con la polenta cubierta de salsa y queso tenía lapsus en los que casi soltaba onomatopeyas limpias. Siempre se cocinaba, le gustaba la magia previa de elaborar sus platos como la persona que construye su fortuna, su fuerte y planta una bandera. Tener su medida justa de sal le garantizaba buena salud y el tipo de viaje que él podía manejar. Es que una vez se le pasó la mano con el salero en la porción de fritas y tuvo que abrir los ojos para responder ante la presencia en su puerta: su vecino Jorge Teplistky preocupado ante los extraños ruidos. Espió por su mirilla, observó al viejo impaciente y resolvió el asunto con un “¡Acá no pasa nada! Gracias”

Desde ese momento supo que podía ser escuchado por todos sus vecinos, tanto los Teplistky del “A” como la Marita Hernández del “C”. Las paredes le parecían estar hechas de un yeso berreta descartable como si cualquier lobo pudiese atravesarlas con un sencillo soplido. Comía a ciegas y en silencio porque no quería inconvenientes. Tampoco dar explicaciones y menos que menos compartir su amado don que ya era riqueza. 

El treinta y uno de diciembre fue el capricho que colmó su vaso. Quiso mimarse. Se dio el gusto de no cocinar por primera vez en años y pidió por teléfono unas mollejitas al verdeo con papas noisette. Esperó la comida y sirvió la mesa. No sabía a dónde iba a viajar. La sintió un tanto salada. Ya no era sólo espacio; también era una cuestión de tiempo. Nunca había pedido esa comida antes. Fue al azar y fue su ruleta rusa. Cerró los ojos. El cemento en sus pies descalzos era robusto pasto y enfrente suyo un gorrión macho ostentaba su mancha negra bajo la sombra del inmenso limonero. Evelia, su abuela, comía las mollejitas de a media con dos papitas en el mismo bocado. Mientras tanto los gatitos de los vecinos olían la comida y trepaban desde el paredón hacia el interior reclamando un poco. Evelia ya les tenía preparado el plato de leche para que se unieran a la comilona. A ella le encantaba que todos los vecinos de Bernal la vieran junto a su nieto comiendo en el jardín; era la oportunidad perfecta para presentarlo: “Es mi único nieto que vino a visitarme desde Buenos Aires”. Luego de un par de saludos, presentaciones y apretón de cachetes retomaron el almuerzo. Entre las papitas restantes a él se le escapó un “te extraño mucho, abuela”. Ella lo miró a los ojos, abrió la boca para responder y soltó un eructo inmenso proveniente de sus entrañas, tan fuerte que hizo eco como si estuviesen encerrados en una cueva sin luz. Él cerró los ojos y gritó con todas sus fuerzas hasta quedarse sin voz. El ruido paró y volvió a abrirlos. Su plato estaba vacío, pero ya no se encontraba solo. Levantó un poco más la mirada y descubrió a Jorge Teplistky junto a sus niños asomando sus cabecitas por una inmensa brecha en la pared. Los jóvenes estaban extasiados. Inmediatamente corrió su mirada hacia el lado opuesto y se sorprendió aún más al descubrir otra abertura por la cual hizo contacto visual directo con Marita Hernández. Ella, asombrada y en pijama tomó su teléfono y le preguntó por el agujero “¿A quién cornos llamo? 

Gabino Torlaschi

Es actor, egresado de la Universidad Nacional de las Artes, UNA. Comenzó su formación actoral con Laura Paredes y Paula Acuña en el 2010 . Luego en la UNA (2012-2018) se formó con Guillermo Cacace, Luciano Suardi, Roberto Saiz, Silvina Sabater, Víctor Bruno, Eddy García, Mariana García Guerreiro y Analía Couceyro, entre otros. Realizó taller intensivo de Clown con Marcos Arano y continuó su formación con Pompeyo Audivert , Gabi Saidón y Marina Otero, entre otros. Estudió Dramaturgia con Andrés Binetti, Mariano Saba, Andrea Garrote y Ricardo Halac. Quizás su saber/estar en el escenario sea lo que hace que en sus textos encontremos cuerpos, música, materia viva, así como también, muchas veces, un extrañamiento de su mundo particular.

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