Marcela Arza

Dos lentos y tres chacareras

Las manos le temblaban histéricas. Sus ojos salpicados con sangre observaban a la nada y al todo a la vez. En estado de shock, empezó a caminar entre las ruinas hacia donde creía ver que no había humo. Se tropieza con una pierna. Cae. Las manos seguían en fuga. Mira y se da cuenta de que no hay cuerpo. Abre la boca, y apenas un respiro ahogado rebota dentro suyo. Alguien grita en algún lugar. La neblina de ese humo se concentra tanto que todo se vuelve blanco. Empieza a tantear por dónde ir.

Piernas, brazos y una cabeza. Sigue. Va hacia donde cree hay salida. Se encuentra con algo que se mueve. Es alguien moviéndose. Lo mira a los ojos. Tiene tanta sangre que le cuesta encontrárselos. Le agarra la mano y se arrastran. Otro estallido. Caen. Siente como el tímpano le explota. Un agudo y constante pitido en su oreja derecha. Aprieta tanto sus dientes que se traga algunos. El humo se concentra. No es de ningún color definido. Le duele mucho la cara. Le da pánico tocarse. Cierra los ojos. El pitido se vuelve punzante y su oreja izquierda sangra. Tantea la mano de quien había agarrado. La encuentra. Toma valor y se arrastra, hacia allá, a donde no hay más nada de eso. Avanza, segura de que la muerte no puede ser peor. Siente su cuerpo quemarse. La mano que lleva está liviana. La mira.  Busca esos ojos. No hay cuerpo. La vuelve a mirar. Venas colgando. Un dedo brilla. Lo mira. Es un anillo. Siente la boca muy caliente. Vuelve a arrastrarse hacia algún lugar, poniendo de faro al anillo de esa mano. Cree iluminarse y sigue. Eco de llanto y gritos desgarrados. Ella sigue y se choca con unos ladrillos. Otro estallido. El humo se vuelve negro y espeso. Le dan muchas ganas de vomitar. Siente ahogarse. Abre la boca y no puede hacer nada. Una sirena aparece, tan lejana como recuerdo. La garganta se le cierra. Su boca está ardiendo. Mete la mano de venas y anillo hasta el fondo de su garganta. Se provoca arcadas. Cae al piso acurrucada. Empuja más la mano hacia su adentro y vomita. Siente con su lengua el anillo. Para sí, recuerda todos los anillos que vio en su vida y toda la gente que los llevaba. Se acuerda de su mamá y el pecho le duele a hachazos. Se le agita la respiración. Su boca es canilla rota. Vomita sin empujar, pero la mano no la saca de ahí. Todo se desvanece. Se apaga. Vuelve y se apaga. 

-Acá hay otro.

-¿Está vivo? 

-No sé.

-Agárrenlo.

La levantan. La acuestan. La entuban. 

Andy era un enamoradizo empedernido. Así era. Toda la escuela la hizo enamorándose de compañeras a las que veía de lejos y les dedicaba poemas que escribía en su cuaderno. No llegaba a hablarles debido a su alta timidez. Diego, su hermano más grande, había intentado darle lecciones para ser más avispado, pero Andy era enamoradizo, tímido y solitario. La fantasía para él, era el mejor lugar donde se sentía un príncipe de otra galaxia. 

Manu, era nueva. Se había mudado con su familia hacía unos meses. Venía de Buenos Aires. La porteñita, le decían, aunque era del Gran Buenos Aires, pero en San Agustín, todo extranjero era porteño. 

La primera vez que la vio, quedó embobado. Sintió, cómo en cámara lenta, ella movía su pelo mientras sonreía a la maestra. Se sentó en la otra punta del aula, lugar que le resultaba ideal para observarla. Pasaron dos meses y el amor que sentía por ella se había vuelto absoluto. Sólo pensaba en Manu, en lo que decía, en lo que comía, con quién hablaba. En su fantasía, él la salvaba de cualquier peligro y ella agradecida le agarraba la mano y volaban a una luna parecida a un queso. Pero Andy era tan tímido que en todos esos años no pudo ni saludarla. Cada vez que se ponía frente a ella, e intentaba decir un simple hola, su voz tartamudeaba sin control y salía corriendo. 

El último día de escuela, su hermano Diego, le dijo: no seas soberbio con la vida. Hacé las cosas ahora que después no sabés qué pasa, y le dio su anillo. Aquel que usaba en el pulgar, con su pelo largo, con su canchereada de grande. Andy vio a su hermano, que en ese momento vivía en Córdoba y había ido a visitarlo para su graduación y sintió que una gran verdad le atravesaba el cuerpo. 

Después del acto y del diploma, todo el curso fue al baile que organizaron algunos de los padres. Y con un valor descomunal, Andy tomó coraje y la invitó a bailar. Dos lentos y tres chacareras. Y después de la euforia musical, olvidando a su espíritu cobarde, con todo el amor en su cuerpo, le dio el anillo tan preciado. Y como le quedaba grande, ella lo guardó en su caja de recuerdos. Se abrazaron y no volvieron a verse. 

Con el tiempo y las mudanzas, ese objeto se perdió. Pero en ella, ese momento siguió latiendo fuerte. Y ahí estaba, contra todo pronóstico, luchando con su cuerpo, sonriendo al recordar ese baile, esos lentos y esas chacareras.

Standard

Comentario sobre “Dos lentos y tres chacareras

Comentarios cerrados