Marcela Inda, Pecados Capitales

Gula

Siempre sospechaba de ellas. De ellas y de todos los que se incorporaban a la casa brindando alguna especie de servicio. Pero sobre todo de ellas. Porque eran las que más cerca estaban de sus pertenencias, las que pasaban más tiempo en la casa, las que sabían mucho más de lo que a ella le hubiera gustado. Un mal necesario. Pero, salvo a su marido, jamás lo confesaba, eso nunca. Sólo tomaba recaudos, como le gustaba decir. 

Le causaba admiración, a la vez que la irritaba sobremanera, que su marido estuviese tan al margen emocionalmente de todo aquello. Cuando se dignaba contestar a su persistente monólogo-diatriba en contra del servicio, repetía una y otra vez argumentos sin sentido: “María Elena, da igual, una lata más, una lata menos… Y, a todo esto, ¿cómo podés estar segura de cuántas latas había en la alacena?”. Y, sin más, volvía a sus asuntos.

Ella estaba segura. Sabía que algo no iba bien con Olivia, esa muchachita cándida, de piel tersa, siempre calma, siempre sonriente. No confiaba en su pretendida transparencia, en esa alegría de vivir que parecía proclamar cada vez que la saludaba con un respetuoso “Buenos días, señora”, cada vez que le servía el desayuno, que corría las cortinas, que retiraba la bandeja, que se deslizaba silenciosa por la casa para no aumentar sus jaquecas, cada vez que anunciaba el almuerzo, que lustraba la platería, que repasaba una y otra vez los libros sin polvo de la biblioteca. En el silencio de la noche, más de una vez, le había parecido escuchar sonidos sordos en la planta baja. Su marido se había dedicado a desacreditar sus hipótesis, con la excusa de las pastillas. Sí, tomaba algo que la ayudaba a conciliar el sueño, pero eso no significaba que no pudiera distinguir una cosa de la otra.

Esa mañana sintió, por fin, la mente clara y una nueva especie de seguridad, esa que da el poseer la llave, el control: la última tecnología. Esperó que Olivia deje la bandeja con la infusión, le pidió amablemente que cierre la puerta del escritorio y abrió el archivo. Las cámaras de toda la casa, la noche anterior. Dejó pasar los segundos, los minutos, mientras degustaba su té chai con dos gotas de miel. Estaba en la temperatura justa. La muchacha había aprendido a prepararlo; era hábil, eso no se podía negar. Y, a sus ojos, eso la volvía más peligrosa. 

Cámara 3, la cocina. Se enciende la luz y la ve aparecer. Primera sorpresa: no lleva pijama ni uniforme. Tiene puesto un vestido negro, sobrio pero muy elegante y zapatos haciendo juego, un collar de perlas, un peinado alto y maquillaje. No reconoce las prendas ni el collar, casi no la reconoce a Olivia en ese atuendo tan… tan civil. Todo en ella se pone alerta. Está descolocada por lo que la pantalla le muestra. La ve moverse con rapidez y extrema precisión: va y viene de la cocina al comedor, pone un mantel, vajilla para uno, y abre la heladera, la alacena, va y viene. Todo sucede muy rápido. La mesa está servida. Se sienta en SU silla. Y entonces el ritmo se ralenta. De una copa de cristal Olivia bebe un Sauvignon Blanc, y acompaña los primeros sorbos con caviar que sirvió en blinis, con mariscos. La porción de la entrada fue mínima, ella come en cámara lenta, disfrutando de un modo casi obsceno, en el silencio de la noche, en SU comedor. 

Para cuando vio a Olivia servirse la trucha ahumada con vegetales, también en una pequeñísima cantidad, ya estaba completamente trastornada. Practicó sus respiraciones yóguicas mientras la observaba deleitarse con el postre de trufa negra que ella misma no se podía permitir ni en sus mejores épocas. Nunca vio a alguien disfrutar así.

Apagó la computadora tratando de tranquilizarse, porque no era propio de ella perder el decoro. No iba a lograrlo ni esa muchacha, ni ninguna otra. Sentía el desquicio crecerle dentro. Eso no era robar, era otra cosa, era peor. Era algo de un exhibicionismo inclasificable, era salirse de las clasificaciones. Era extraviarse, cruzar el perímetro…

Llamó a la agencia, pidió un reemplazo sin dar explicaciones, porque a ella nadie se las pedía. Le solicitó a su abogado se ocupase de las comunicaciones y la liquidación. Subió a su habitación a descansar antes del almuerzo, estaba exhausta. Y antes de dormirse pensó que, siento época de fiestas, no estaría mal enviarle a ella y su familia una canasta con pan dulce, sidra y garrapiñadas.

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Comentario sobre “Gula

  1. Lea dice:

    ¡¡¡Un cuento muy simbólico!!! La clase alta que impide el ascenso de la clase baja, aunque sea un juego. El poder que engaña al pueblo con una dádiva como si fuera un acto de gran generosidad. A este sentido se le suma la estructura de la casa: arriba, los dueños; abajo, los sirvientes. Lo que la señora no sabe es que jugar a ser la SEÑORA le permite a la sierva ser amable, condescendiente, servil.

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