Marcela Arza

Helena

Me duele el labio. Pienso en qué fue lo que hice mal. Me paso la lengua por la boca y con la punta saboreo mi sangre. Chorreo. Nadie sale de esta casa, me retumba. No puedo sacarme esa frase de la cabeza.  El sol raja mi cara con una soberbia que duele. Siento como rompe toda mi piel y me dejo. La escucho agrietarse. El aspersor se activa y moja una parte de la entrada. Me da mucha sed verlo. Se rocía de tal forma que queda perfectamente delimitada la tierra mojada y la tierra seca. Es una frontera impenetrable.

Están las plantas cómodas, rechonchas, las lindas y después las sedientas. Me siento como una de esas plantas sedientas. Soy de ese grupo. Qué calor. Tengo las manos transpiradas. Me limpio en la remera. Sangre. La remera está manchada de sangre. Del bolsillo saco el encendedor y la mitad del porro. Lo prendo. Me arde el labio. Escupo, pero no tengo saliva. 

Se abre la ventana de la cocina. Estrepitosa. De una. De golpe. Se abre como lo hace ella. Saca la cabeza y me mira con esa cara que pone, que aprieta la mandíbula. La saludo con la mano y sonrío, no sé por qué sonrío, pero ella me esquiva y mira al cielo. Hace su risa socarrona y arpía. 

Fumo. Una pitada al cerebro. 

Achino los ojos hacia la ruta. Empiezo a escuchar algo. Por un segundo creo que son los rayos ultravioletas los que escucho y afino más la vista y creo que los veo. Me parece que veo los rayos ultravioletas. Pero no. 

Rápido, lento, sin tiempo, viene. Aparece con esa música hipnotizante. Llorona, llorona, canta. Me late fuerte el corazón y me agarro de la baranda. El auto llega. Es rojo con vidrios polarizados. Avanza, hace marcha atrás, adelante y frena. Un baile de cuatro ruedas. Se apaga la música. Se abre la puerta del acompañante y baja él. Botas. Pantalón apretado, camisa con unos arabescos espantosos pero no podía dejar de mirarlos. Todo él no podía dejar de mirar. Me sacó la sed. Me daba agua mirarlo. Mi aspersor de un metro ochenta.  

Y baja ella. Ella es como un perfume que no olés, pero sabés que es un perfume bueno. Huele bien sin ser olida. Refrescante, limpia, aromática. La mujer perfume. A mí me caen gotas de sudor. Tengo la boca pastosa, y no tengo saliva. Él la espera, no se mueve, mira a la casa. Ella camina toda perfume y va directo hacia la puerta. Tan derecha camina que me doy cuenta que estoy encorvada y entonces me muevo y él me mira y me voy para atrás como un reflejo para esconderme y me quemo con la tuca los dedos y me golpeo apenas con la pared. Y sonreí al suelo sin levantar la cabeza. Me empieza a quemar algo adentro y necesito tomar algo así que miro al aspersor y me parece una excelente idea y camino derecho al aparato y meto mis pies en la zona mojada de plantas ricachonas y me arrodillo. Avanzo semi arrodillada al aparato como procesión al dios del agua y todo esto lo hago sin saber por qué lo estoy haciendo, como que algo en mi me controla sin yo poder controlar lo que me controla. Y voy directo y meto la boca al pico del aparato y tomo todo lo que puedo. 

Y ahí, ella me grita. ¡Helena! ¡Helena! Me tironea del brazo y me levanta tan rápido que me dan ganas de desmayarme. ¿Qué estás haciendo? Con los dientes apretándose de furia. ¡Ponete a trabajar! y me lleva arrastrando al auto. Él, abre el capot, agarra una maletita negra y un estuche de guitarra y me mira. Me mira los pies, la cintura y la boca. Tiene un hoyuelo en su cara. Aprieto mis labios. Me duelen. 

Ella ya les prepara. Se llama Helena. Helena presentate.

Hola

Hola

Se van a quedar una noche. 

Soy Víctor

Helena

Vamos. Prepará la habitación, me dice ella y me pellizca la punta del codo. Víctor sonríe. Creo que escucho a su hoyuelo reír y camina para la casa. La mujer perfume lo espera adentro. Toda la casa debe oler a ella. De a golpecitos, ella me empuja hacia adelante. Me susurra al oído, con esa voz de hacerme tener miedo: esta vez no la cagues. El aspersor empieza a apagarse.  Escupe. Escupe. La tierra seca se ilusiona, pero escupe, escupe y ahí no llega. El límite está marcado. Se apaga y entramos. 

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