Invitadx, Pecados Capitales

Ira

Por Roberto Cappella

No puedo dejar de sentirlo. Un asqueroso gusto a metal baila espeso en mi boca. Siento el líquido áspero rasparme el paladar como una lija granulada. Oprime mis labios con violencia implorando una salida. Al mismo tiempo voy cayendo en una profundidad sorda. Como si me hundiera en el mar arrastrado hacia el fondo por una boca negra que me devora y traga hambrienta sin piedad. No me defiendo. No puedo. No pude. No tuve tiempo. Sólo caigo. No hay fondo. 

¡Te zarpaste pelotudo!

Flashes. Aún con los ojos cerrados los veo. Sutiles fragmentos de luz me acompañan en la caída. Traen recuerdos. ¿Serán míos? No lo sé, me siento perdido. Llega una imagen. Un bondi. Lo estoy corriendo. Le hago señas. Grito desaforado. No para el muy turro. Lo sigo corriendo. En la próxima tiene que frenar. Acelera, me compite. ¿A donde tendré que ir que estoy tan desesperado? Una mano angelada se alza en la parada. Aprovecho y me mando por atrás. Busco en el piso. Me había olvidado algo. Yo venía en ese bondi. Bajo un asiento entre una botella de Seven Up y un atado de Phillip Morris lo encuentro. Mi paquetito azul.

¡Tenías que asustarlos nomá! 

Siempre fui un pan con manteca. Un té con leche. Algunos simplemente no nacimos para ser Héroes. No todos estamos destinados a dejar un legado en la historia. Y está bien. Lo había asumido. Nunca me había importado mucho nada. Donde me lleve el viento. Al principio me daba miedo ese principio de ameba que dominaba mi vida. Hoy te exigen ser alguien. Destacarse. Like, compartir, reaccionar. Nunca pude subirme a esa ola, intenté un par de veces, pero no. Yo era más feliz con la pava y el mate.

¡La cartera gil! ¡Yo me encargo del pibe!

Los ojos en Cabo Polonio. Así le decía cuando se quedaba colgada pensando en algo. La primera vez fue en un Kentucky. Amaba la pizza de verdura. Siempre le quedaba un pedazo de verde mágicamente clavado en el incisivo derecho. Su sueño era tener una casita cerca de la playa. Nada ostentoso. Un lugar donde no fuese mucha gente y pudiese caminar sin rumbo. Sentir el viento silbar. Mojarse los pies en la orilla. Ponerse un pulovercito cuando bajase el sol. Dos amebas juntas abrazadas en el mar.

¡No tiene un mango el pendejo, sólo el celular!

La caída es interminable. No entiendo bien si es un sueño o la muerte. Quizá ese es el fin, un precipicio infinito sin fondo que no llega a ningún lado. La única diferencia ahora es el frío. Comenzó como un leve entumecimiento y fue avanzando hasta helarme los dedos de los pies. Ya casi está. 

¡Apurate antes de que caiga la gorra!

– ¿Y entonces? – me dijo sosteniendo su cabeza con las manos y los codos sobre la mesa como quien espera que le cuenten un cuento.

– ¿Entonces qué? – le respondí, tratando de verificar si podía retrasar el pedido y atenerlo a mi plan original (llevarla a la costanera, frente al río, a la luz de la luna).

-Estuviste demasiado nervioso esta noche. ¿Me vas a decir por qué? – me increpó con una divertida y aguda mirada.

Pensé en inventar alguna excusa, esquivarla de manera elegante pero no cuento con esa capacidad. Cuando no sé qué decir, no digo nada. Entonces simplemente lo hice. Saqué mi paquetito azul. Y la vi, la sonrisa más linda del mundo, la que nunca voy a olvidar.

¡Me parece que la piba la quedó!

Casi sin esperanza finalmente aterrizo en algún lugar. Mis pies tocan suelo. Y en medio de tanta oscuridad una antorcha desprende una llama tímida. Con el cuerpo semi congelado agarro la antorcha y siento el calor, pero no es suficiente. Meto la mano en el fuego y la llama crece, meto la otra y aumenta aún más, sumerjo la cabeza, el cuello, el torso, me meto totalmente en el fuego, me convierto en el núcleo mismo de la combustión y siento hervir cada célula de mi cuerpo.

¡Sacale el anillo ese y vamos!

Como un volcán el líquido que bailaba en mi boca explota vomitado de dolor. El espasmo me expulsa del abismo profundo en el que había caído. Despierto. A veinte centímetros está Lucía con los ojos abiertos de par en par, como en Cabo Polonio, pero no, no están ahí, tampoco acá, están más allá. Ya no están. 

¡El flaco abrió los ojos!

El agua carmesí que brota de mi boca se mezcla con el charco en el que ella flota y en ese instante entiendo que eso iba a ser lo más cerca que estuviésemos de tocar la orilla juntos.

¡Arrancale ese anillo de mierda de una vez!

Como un rompecabezas, las piezas se ordenan al fin y con ellas el saber que se me va lo único que alguna vez me había importado en la vida.
¡Perdón Pa! Me dijo una sombra al oído que luego se echó a correr con otra sombra para finalmente desaparecer al doblar una esquina de las tantas del microcentro. Y así quedé, tirado en la vereda, con la cara pegajosa pegada en las baldosas, mirando a Lucía con la única sensación de que nunca tuve nada, hasta que lo tuve todo y volví a la nada. Lo único que me queda es este fuego que me quema y estas ganas desgarradoras de gritar.

Roberto Cappella

Actor, director y dramaturgo. Se formó con grandes referentes de la actuación como Agustín Alezzo, Julio Chavez y Lito Cruz. En los últimos años ha estrenado en los roles de director y dramaturgo las piezas teatrales “Trigo” y “El mecánico de Warnes”. Como actor ha participado en varios programas de televisión y obras de teatro como “El Vértigo”, “Hombres de honor” de Armando Discépolo y “Cabeza de Chancho” de Andrés Binetti entre muchas otras. Autor prolífico, en sus obras podemos encontrar cruces de estructuras clásicas de gran efectividad y la fuerza de una cabeza joven que integra nuevos elementos. Compañero de un entusiasmo y alegría que contagian.

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