Marcela Arza

Zapato

Me senté al borde de la cama cuidando de no despertar a Sara que dormía con la boca abierta y roncaba. Me abroché la camisa, me puse el reloj pulsera y miré la hora. Eran las 7 menos 5 de la mañana. A las 7 salía de mi casa. A las 7 y 5 pasaba el colectivo por la esquina. A las 8 tenía que estar en la fábrica. El viaje tardaba 50 minutos, así que tenía el tiempo justo. 

La luz de la mañana entraba por las rendijas de la persiana baja de la ventana que daba a la calle Alvear del barrio de Haedo. Se escuchaba el motor del auto del vecino de enfrente calentarse. Lo hacía todos los días de lunes a viernes. Mientras yo me vestía, él calentaba el motor de su auto y a mí me irritaba. 

Agarré los zapatos. Me puse el izquierdo. Eran los zapatos del trabajo. Los que usaba de lunes a jueves. Los viernes podíamos ir en zapatillas. Eran unos mocasines marrones de cuero, con suela de goma negra. Sencillos y cómodos. Los tenía hacía 10 años. Una década. Me los compré el día que conocí a Sara. Me puse el derecho y sentí algo extraño. No quise prender la luz para no despertar a Sara que se había acostado apenas unas horas. Trabajaba como enfermera en el San Juan de Dios. Hacía horas extras por la noche. Teníamos que pagar la hipoteca de la casa. Así que palpé con mi mano el zapato buscando qué le había pasado. Y ahí estaba. La suela se había despegado. Metí mi dedo índice entre la suela y el zapato para confirmar cuánto se había roto. La presión lo aplastaba. Así que levanté unos centímetros el talón, apoyando el peso en la punta del pie del zapato y haciendo fuerza con el gemelo de la pierna sentí la pesadez. Era más grande de lo que pensaba. Sara suspiró y se dio vuelta. Saqué el dedo y la miré de reojo. Su cara aplastada contra la almohada, su boca abierta impune y descarada fabricante de ronquidos, me miraba. Sara era hermosa, siempre lo fue. El auto del vecino seguía calentándose. Pero Sara dormía y nada la perturbaba. Ni siquiera el motor del auto del vecino. Me daba mucha paz mirarla. Durmiendo, trabajando, cocinando, haciendo el amor… siempre me gustaba mirarla. Su pelo y sus pecas coloradas. Mirar a Sara era como mirar mi propia esperanza. Ella era mi por qué y mi para qué de esa rutina absurda. 

Sin dejar de mirarla, volví a meter el dedo, como si fuese un explorador entrando en una caverna de goma y cuero, y toqué los hilos secos del pegamento que los unía. Estaban por todos lados, por el suelo, por el techo, como estalactitas que protegían la caverna. Había una profundidad de oscuridad que el pegamento no permitía que el dedo explorador conociera. El motor del auto seguía sonando, vencedor al frío matinal. Sara roncaba. Tenía que irme. Tenía que ponerme otros zapatos e irme. Pero ese zapato valía. Ese zapato me acompañó 10 años. Caminó conmigo sin juzgarme. Se lo debía. Mi dedo explorador debía llegar a las profundidades. Así que, con el gruñir del motor de la calle Alvear, apreté con más fuerza el gemelo de mi pierna derecha y levanté un poco más el talón. La caverna se hizo más grande. Los hilos de pegamento comenzaron a estallar. Estallaban en miles y miles de pequeñas tiritas de pegamento. Como si la caverna gritara ese pegamento que escondió todos esos 10 años. Yo miraba a Sara, temía que los gritos la despertaran. Y mi dedo explorador intentaba calmarlos acercándose a ellos con desesperación pero los gritos no cesaban. La caverna se había hecho más grande. Tan grande y devoradora que se había devorado a sí misma. Ya no era una caverna, era un desierto de gritos de pegamento que hacían ecos en las profundidades de la punta del zapato.

Prendí la luz del velador, asustado por lo que estaba pasando. Sara cerró la boca y se pasó la lengua por los labios secos. El motor dejó de sonar. Miré la hora y tenía que irme. Ya tenía que irme a la parada del colectivo. Tenía que tomar el colectivo para ir a la fábrica. Teníamos que pagar la hipoteca de la casa. Sara tenía que dejar de trabajar tanto. Y pensaba lo estúpido que era eso de que sólo los viernes podíamos ir en zapatillas. Inflé el pecho, levanté el pie y lo apoyé en la rodilla izquierda. Los gritos de pegamento caían sobre el piso como pequeños retazos de hilos olvidados. Era una suela de goma dura y un cuero con una fina base cocida. Con dos detalles a la vista. Pocos, en comparación a otros zapatos. Pero detalles que lo hacían una gran pérdida. Apenas los unía la punta. Los ojos se me llenaron de lágrimas y con decisión los terminé separando. Ya no era un zapato, ni un desierto, ni una caverna. No era uno. Eran dos. Separados. Intactos en su esencia. Me incliné para mirar en el piso el recuerdo de aquellos gritos de libertad de pegamento. Y ahí estaban. Muertos. Y eran las 7 y 5. Y ya tenía que estar tomando el colectivo. Y tenía que ir a trabajar. Y tenía que tener plata. Y tenía que tener casa. Y a Sara. Me saqué el zapato izquierdo. El sano. El correcto. Fui al placard. Saqué una caja blanca y agarré otros zapatos, unos que nunca había usado. Me apoyé contra la pared y me los puse. No los miraba. No quería darles importancia. Estaba en duelo. El vecino arrancó el auto. El colectivo pasó por la esquina. Sara abrió los ojos y me sonrió. Le besé la frente, apagué la luz y me fui. Los nuevos zapatos apretaban un poco pero el ímpetu con el que caminé a la parada del colectivo les hizo ceder. Ya estaba tarde, pero estaba yendo. 

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