Marcela Arza

Clotis

Fuimos en el 504. Paramos en un semáforo, “Albóndigas frescas y despampanantes”, decía el cartel de la rotisería. La vi a mi mamá a través de la ventanilla del auto. Estaba sin gestos. Era un cuerpo de trapo, sin gestos. Mi papá empezó a silbar y que nosotras adivinemos qué canción es. Siempre hacía eso de animar a todos. Siempre quería caer bien y que todo esté bien. Pero no dijimos nada y se quedó callado.  Me caía bien mi papá, pero a veces me daba pena. 

Íbamos al velorio de Clotis. Clotis era la mujer del primo de mi mamá. La de los bucles que parecían de peluquería. Vivía en la casa chorizo enfrente de la plaza. Shimmy era el marido de Clotis, el primo de mi mamá, se separaron hace años pero siguieron viviendo juntos en la misma casa. La dividieron en dos. Delimitaron con cintas las partes de cada uno. Clotis hablaba mucho. Siempre te preguntaba algo y no te dejaba contestar, que ya te contestaba ella lo que ella había preguntado. Tenía los ojos un poco saltones y cuando se sorprendía de algo (que era casi siempre) los ojos se le agrandaban y se le expandían para los costados, como un pez apretado debajo del agua. 

Llegamos. En el centro de la pared un cuadro gigante con el dibujo de un paraguas volando en un cielo negro. Ella es Danielita. Danielita qué grande que estás. ¿Danielita sos vos? Sí, soy yo, y saludaba y sonreía de compromiso de acá para allá. Había mucha gente. Grandes y chicos. Mamá saludó a Daniel, el hijo de Clotis, que estaba al lado del cajón. Parecía un soldado. Si lo saludaban gritaba un hola y seguía callado, apretando toda su cara para no estallar. No era él. No parecía. 

Me acerqué y la miré. Los bucles los tenía intactos. Me dio piel de gallina al ver los bucles tan perfectos. Me quedé mirándola y le vi los moretones en la cara. Mi papá me preguntó si estaba bien y le dije que sí.  La miré a mi mamá y seguía con esa cara sin gestos, saludaba, abrazaba, pero todo automático. Algo de ella no estaba ahí. 

Me senté entre una señora chiquitita con pelo blanco cortito y un señor que se golpeaba las palmas de la mano contra las rodillas y resoplaba. Desde donde estaba sentada miraba el cuadro del paraguas en el cielo negro. Nadie llevaba ese paraguas. El paraguas flotaba solo, en una inmensidad oscura. Lo miré tanto que en un momento sentí que el paraguas se movía y entonces dejé de mirarlo. 

La señora chiquitita me empezó a hablar. Se llamaba Haydee. De repente, empecé a sentirme rara. Primero, se me humedecieron las manos. Después, en las puntas de los dedos, como si viniera directamente de las venas que conectan al corazón, sentí electricidad.  El señor resoplaba y lo escuchaba muy fuerte. Pero a Haydee no podía oírla. Me hablaba y no distinguía las palabras. Mi papá me saludaba con la mano del otro lado de la sala. Mi mamá hablaba con Marisa, la mujer de Daniel. Haydee me hablaba y yo no entendía. El señor resopló y se golpeó las rodillas y pude escuchar como su hueso sonaba a punto de quebrarse y Haydee me volvió a hablar y de pronto, en contra total de mi voluntad, me paré frente a Haydee, como hipnotizada y apoyé mi mano sobre su cabeza y empecé a masajearla. Totalmente fuera de mí masajeaba, masajeaba, masajeaba el pelito fino, lacio y corto de Haydee. Veía como su frente se estiraba y arrugaba, como si su cara pasara de tener 20 a 80 años. Como si fuese un bandoneón de arrugas. Y el señor que resoplaba, miró la situación y sin pensarlo lo masajeé a el también. Tenía pelo sólo a los costados. Era como un muñón arrugado donde mis dedos hurgaban hasta encontrar el ansiado pelo. Friccionar. Friccionar. Estaba fuera de mí. No podía controlarlo. Haydee se quería escapar, me di cuenta y le tiré del pelo. Gritó un poquito. Mi papá se acercó y apoyó su mano en mi hombro. ¡Daniela!, pero no podía dejar de hacerlo. Y entonces vino mi mamá y al verme se empezó a reír fuerte. La empezaron a mirar. Alguien se rio a lo lejos. Y después otro. Y otro. Algunos reían y otros no.  Otros apretaban sus puños y pateaban el piso. La miré a mi mamá y estaba toda su cara llorando. 

A la vuelta, compramos pizza para llevar en “El barrilete”. Llegamos a casa, cenamos viendo a Olmedo. Después de lavar los platos, mi papá se fue a dar un baño. Apenas se fue, mi mamá me pide que le haga eso. ¿Qué cosa? , le pregunté. Eso, eso que hacías y me agarra la mano y la apoya sobre su frente. Volvió esa electricidad, pero más profunda, pesada. Sentía lastimado, como tocar un raspón, una cicatriz y mis manos, sin control, empezaron a masajearla. Quería curarla. Quería sacarle la tristeza.  En un momento sentí un pinchazo en los dedos, como un estallido de golpe y la abracé bien fuerte para resistir a ese dolor. Respiré profundo, abrí la boca y un llanto descontrolado se derramó sobre nuestros buzos. Lloramos las dos. 

Abrazadas. 

Por Clotis, por la vida, por nosotras.

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