Marcela Arza

¿El gaucho quiere bailar?

Los vasos con agua seguían intactos. Eloisa apoyaba su espalda en el respaldo de la silla buscando un descanso a ese dolor tan agudo. Marcos fingía mirar por la ventana. Ambos en silencio. El único que hablaba era el reloj de la pared del bar.

Tic-tac

Tic-tac

Marcos suspiró, apretó el entrecejo y negó levemente con la cabeza. Ella lo miraba esperando. Él abrió su boca y por un segundo el reloj enmudeció. Ella se despegó del respaldo con ese dolor casi en las manos entregándose a la escucha de lo que él tenía para decirle, pero Marcos volvió a negar y fingió mirar por la ventana. 

Se conocieron en una fiesta de disfraces. Eloisa estaba vestida como Dorothy de El mago de Oz y Marcos llevaba un pantalón y una camisa. Uno en cada punta del gran salón. Se miraron toda la noche, sin acercarse ni hablar. Sus ojos, apenas se encontraron, entendieron ese amor. Cuando la fiesta terminó, algunos de los que quedaban siguieron charlando en la esquina del club y se fueron todos a la plaza Guevara. Eloisa y Marcos caminaban y se miraban con disimulo en esa mañana de domingo. Se sentaron en ronda, unas veinte personas disfrazadas bailando y hablando a los gritos. Eloisa vivía cerca y se fue caminando a su casa. Su amigo, el Toto Palacio, la acompañó unas cuadras. Ella saludó con la mano y por primera vez Marcos escuchó su voz. Él vivía en Belgrano, había ido a la fiesta del club por su primo que era del barrio, de Liniers. 

Se despidió de Toto y a casi dos cuadras de su casa escuchó que alguien le chistaba. Se dio vuelta y era él. Eran los ojos que había visto toda la noche. 

¿Te acompaño?, preguntó. 

Ella sonrió y aceptó.

Me llamo Marcos.

Yo Eloisa.

Caminaron en silencio, mirándose a través de sus sombras en la vereda. Se despidieron tímidamente con los ojos. Ella entró y él se fue. 

A la semana siguiente, un ramo de rosas sorprendió a Eloisa con una tarjeta que decía: Te espero en el café Danubio a las 5 de la tarde, todos los días, hasta que vos quieras. Marcos. 

Esa semana para Eloisa fue ir y venir a todos lados, la mudanza de su prima, los finales de la facultad, las horas extras en el trabajo. Pasaban los días y en lo único que pensaba era en las 5 de la tarde, el café y poder verlo. El día en que pudo acomodar todo y podía ir, su abuela se cayó en la casa y tuvieron que internarla. Eloisa la cuidó todo el mes de internación. Después de eso, una tormenta en Buenos Aires que duró 4 días destruyó el techo de su casa. Eloisa consiguió otro trabajo para arreglarlo. Y así, pasaron lluvias, veranos, gobiernos y aunque siempre queriendo a las 5 de la tarde estar ahí, un día el café Danubio cerró sus puertas para siempre y así la posibilidad de ese amor.

Dicen que somos los mismos de siempre, que en la vida nos reencontramos constantemente. Cuarenta años después, una tarde nublada de domingo, Eloisa cayó sobre el empedrado. Se rió para sí y al darse cuenta de que la calle estaba vacía, se rió para el mundo. ¿La ayudo?, alguien preguntó y al levantar los ojos…

Tic-tac

Tic-tac

Los vasos con agua seguían intactos.

El mozo se acercó y les dijo que la cafetera no funcionaba y que se venía una tormenta entonces iban a cerrar el bar. Marcos sonrió. Eloisa también. 

Salieron. Caminaron juntos una cuadra. En la esquina, ella le dio su número de teléfono. Esa misma noche hablaron por horas. De amores, de viajes, de esa fiesta de disfraces.

Le preguntó de qué era su disfraz y él, como si hubiese esperado toda la vida esa pregunta, contestó entusiasmado: ¡de gaucho! El amanecer los encontró a cada uno en su casa con el teléfono abrazado al pecho. Eloisa lo invitó  a cenar esa misma noche. Le dijo que vaya, que lo esperaba. 

Y lo esperó y él no fue.

Y lo llamó y él no atendió.

Y pasaron semanas y Eloisa insistía.

El médico le dijo que había que operar, que la caída y la cadera era un peligro. La ambulancia fue a buscarla y ella seguía llamándolo. Tocaron el timbre cuando del otro lado alguien atendió el teléfono 

¿Se encuentra Marcos?

No, dijo una voz seca. Mi abuelo murió hace un mes.

El timbre y la ambulancia esperaban. Eloisa colgó el teléfono y dejó que las lágrimas hagan el resto. Cerró los ojos y apretando fuerte su entrecejo, viajó al club, al baile y dejó de mirar a la distancia, se acercó y le preguntó: ¿el gaucho quiere bailar? 

Y bailaron, devorándose los ojos de amor, hasta que el timbre por fin dejó de sonar.

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