Marcela Inda

E.

E. nació al mediodía, el día más caluroso del verano más seco en décadas. Hacía un calor que se caían los pájaros, comentó M., la vecina, a esta cronista. Su madre casi muere deshidratada, y no lo hizo porque tenía otros niños que criar, no pudo soltar amarras. Y claro que, no mucho después, se arrepintió de no haberlo hecho, pero ya era tarde, porque después de E. vinieron tres niños más, y no había tiempo para lamentos. 

En la multitud de críos que era siempre el patio, el pequeño E. era siempre un ser de los extremos, y enseguida se hizo merecedor, a los ojos de su madre, del mote de “intenso”. Cuando lloraba “era” un llanto vivo, cuando reía todo su cuerpo se sacudía en la carcajada. Y cuando aprendió a hablar, todo él era un signo de pregunta, una inquisición volcada a la comprensión del mundo.

Creció, sí. Pero nunca desarrolló esa membrana que separa el adentro del afuera. Ese límite, esa línea que dibuja la posibilidad de algo así como una intimidad con uno mismo, una vida ajena a los ojos del mundo. Y, del otro lado, lo demás: lo que mostramos, lo que los otros llegan a ver, y que, sólo a veces, tiene que ver, o se corresponde, con lo que bulle dentro. 

Pues no. E carecía de “eso”, y se le iba la vida en cada sensación. Y en ambas direcciones. A veces era un estímulo, una brisa, un perfume, algo que llamaba desde afuera su atención. Pero E. “era” ese afuera, no había diferencia. Como si tuviera poros más porosos que el resto de los mortales. Ósmosis, o algo parecido sucedía. Una esponja. Ahí quedaba, envuelto, tomado por completo. Otras veces, al revés. Algo se le hacía patente, y en ese mismo instante se transparentaba, se volvía “exterior”, imposible de ocultar a cualquiera que estuviera a su alrededor. Su piel cambiaba de color, cual camaleón, de temperatura, cual anfibio, sus músculos conocían todos los grados de tonicidad e iban y venían en una danza loca, en una marea de sobresaltos. Agotador. No sólo para la madre, no. Principalmente para E. Por eso cuando el sueño lo encontraba, dormía como un oso durante veinte horas seguidas y despertar era ser un perezoso por varios días. 

Muy a su pesar, y sólo por complacer a su madre, visitó especialistas. Nadie podía dar un diagnóstico, poner un nombre a esa intensidad, a esa porosidad en la que vivía desde aquel verano seco en que vino al mundo. Sin embargo, todos coincidían en dos puntos: primero, había que medicarlo, urgente y abundante, y, segundo, “eso” que lo hacía ser quien era, sin dudas lo llevaría a envejecer pronto y a vivir pocos años. Nadie podía soportar la vida en los límites mucho tiempo.

Las cajas de pastillas nunca las abrió, ahí quedaron, juntando polvo, mientras E. se dedicaba a disfrutar, a vivir. ¿Más que otros, quizás? Sin control sobre nada, en un vaivén permanente. Alguien le recomendó que escriba su historia, que pusiera por escrito esa suerte de maravilla de la naturaleza que él era. Pero E. no se consideraba tal cosa, y no creía que esa forma natural de ver el mundo siéndolo, o de ser el mundo mirándolo, fuera una cosa tan descabellada. No había tiempo, además, para sentarse a escribir. Siempre había algo ahí que reclamaba su sentir.

Su madre finalmente se resignó, o se acostumbró, que no es lo mismo, pero es bastante parecido. Y se encontraba a sí misma sonriendo cuando miraba de lejos a su camaleón cambiar de color.

Fue por ese entonces cuando E. conoció a F. Y fue amor a primera vista, claro. Una revolución como nunca había sentido, y eso que estaba bastante entrenado. Lo sacudió un estallido en todas las direcciones, lo cegó un espectáculo de fuegos artificiales en pleno día, lo dejó sordo un bombardeo de armas desconocidas, un terremoto le hizo perder el equilibrio. Todo eso junto. Y no pudo ser. A los ojos de esta cronista, E. fue el único ser que, por estos lares, murió de amor.


Standard

2 Comentarios sobre “E.

  1. Lea dice:

    ¡¡¡¡¡¡Qué personaje entrañable!!!! Me conmovió la intensidad con que vive todo. Esta vez la hipérbole lo coloca en el realismo mágico. Hermoso.

Comentarios cerrados