Marcela Inda

Eclipse de ballena

Miraba el horizonte con una tristeza infinita. Con esa mezcla de desasosiego y detención que le había tomado el cuerpo y el alma hacía meses. La muerte había entrado en su almanaque, le había magreado las carnes y silenciado el cerebro. Una inyección de nada. Esa era su sensación. La nada palpable en el cuerpo. Y ahí estaba, parada frente a ese mar inmenso, azul, brillante. El cielo despejado, transparente, era casi una burla. Y el viento. El viento que soplaba con una fuerza descomunal, como si intentara sacudirla, despertarla.

En su mutismo, buscaba en la superficie del mar alguna señal. Habían ido hasta ahí, tras recorrer más de mil kilómetros, para verlas. Y ahora resultaba que el viento les impedía llegar al lugar del avistaje. Otra burla. Estar ahí y no ver ballenas. Si hubiese estado de humor… Pero estaba detenida. Y no le quitaba la vista al mar. Por ahí veía algo que le parecía que… y no. Gaviota. Ola. Espejismos.

Esperó. Aunque sin conciencia de que era eso lo que estaba haciendo. Simplemente se estuvo así un buen rato. Y de repente se le ocurrió una idea. Una idea después de meses. Se dijo: si no puedo verlas, me quiero transformar en ellas, quiero ser ellas, meterme en este mar, sumergirme, ser en su mismo elemento. Dio media vuelta y salió en busca del grupo. Les anunció su decisión y, para su sorpresa, nadie quiso sumarse a su propuesta. Es igual, pensó, como se piensa cada vez que uno sabe que no hay vuelta atrás. Se activó en averiguaciones y consiguió para la mañana siguiente su bautismo de buceo con el más recomendado instructor de la zona.

Nunca en la vida se le había pasado por la cabeza, y ahora le parecía inevitable. Nunca se había considerado aventurera, o arriesgada. Y no era eso lo que la movía. Era su necesidad de ser una más con ellas… Claro que eso no lo compartió con el “Oso”, el instructor, ni con la media docena de buzos que también iban esa mañana en la lancha. Ella era la única principiante. Los demás aprovechaban el viaje para sumergirse por su cuenta. Cosas que fue entendiendo en el camino.

Ni bien se subió a la lancha le hizo bien sentirse sostenida por esa masa inconmensurable de agua, ella flotaba de pronto sobre toda esa inmensidad. Vestida con ese atuendo de pez, que la iba poniendo en tema, iba entrando en personaje. La lancha se detuvo. El “Oso” le dio instrucciones concisas, nada de más. Y ella entendió que estaban juntos en esa aventura. Y que confiaba. Al agua. Fría, primera sensación. El descenso, los cambios de presión, el contacto visual con el “Oso” y las señas para chequear que todo estuviese bien. Ni bien ni mal. Iba. Intentando. Ahí.

Ah, pero cuando llegaron al fondo… El inmenso “Oso” la tomó de la mano, y le indicó seguir horizontal. Fue como llegar a casa después de siglos. Ese era su hogar, y recién se enteraba. Su lugar en el mundo… ¿el fondo del mar? Bah, no había tiempo para pensar. El “Oso” le iba señalando maravillas aquí y allá. Un pez escondido entre las rocas, una estrella de mar, una planta extrañísima… Esa confianza que había intuido en la lancha, se hacía ahora palpable en ese recorrido, en cada descubrimiento. No podría haber encontrado compañía mejor.

Y de repente… El “Oso” señaló hacia arriba. Y lo que ella vio no alcanzarán a decirlo las palabras, lo mismo que en una foto no entra la inmensidad del mar. Sobre ellos, dueña de toda la calma del mundo, pasaba una ballena, una enorme ballena.

Siendo en su mismo elemento, se toma dimensión de su tamaño, y de ese poder, de esa fuerza ancestral que las habita, como si fueran un mito viviente, un ser divino, sabio, sanador.

Pataleó en un loco afán de irse con ella. Y, en el trajín, perdió una pata de rana. Y ella y el “Oso” la vieron alejarse con la misma parsimonia con la que había venido. Y rieron, y gritaron, y aplaudieron. Y se abrazaron en la celebración de ese encuentro mágico. De vuelta en la lancha, a medida que volvían los buzos profesionales de sus pesquisas, les fueron relatando lo sucedido y ni uno sólo de ellos había visto al animal. La visita había sido privada.

Más tarde el “Oso” le contó cómo fue que la vio: pensó que se había nublado, y miró hacia arriba. Algo había tapado el sol. Un eclipse de ballena.


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