Marcela Inda

La tarde fue una fiesta

Miré alrededor. Parecía Kabul. Empecé por los almohadones, que habían sido bombas de una batalla campal. Y cada uno volvió a su lugar en los sillones. También las mantas, que fueron techos de casas, refugios y cuevas. El taburete del piano, que había bailado hasta la otra punta del cuarto. Los cucharones de madera, que supieron ser varitas de Harry Potter volvieron decepcionados a la cocina. 

Se había terminado el juego. 

Había fibras y lápices de colores en feliz desparramo. Esa tarde, ahí, grandes maestros del arte habían creado monstruos, dinosaurios y villanos, tiburones con muchas filas de dientes y llaves mágicas, castillos y tesoros. Las hojas las guardé, las guardo siempre. Ese trazo seguro, ese saber hacer que responde a un mirar único, vivo, personal… Maravilloso. Cómo lo ven y cómo lo representan. Cuánta certeza tienen sus imágenes, sus mundos fantásticos traducidos al papel (o a la pared, o a lo que se presente delante de la punta del fibrón más próximo).

Cuando no sé dónde poner algo, va a parar al cajón de los muñecos, de los animales de la granja mezclados con He-man, los dinosaurios, los autitos, Thundercats, los playmobils y hasta un Garfield de peluche. Todos juntos conviviendo como en Toy Story. Cerrás el cajón y todo está de pronto más ordenado. 

Bajé la tapa del piano, que pareció descansar exhausto tras la sesión de esa tarde. Le habían dado duro esos pequeños deditos curiosos, de las notas más graves a las más agudas y viceversa, sin ton ni son. Energía pura, energía que se desborda de pronto, que luego vuelve a un cauce, que estalla de nuevo, que choca contra algo como la ola contra la piedra, llanto-moja, calma-recomposición. 

Faltaba ordenar los libros, que también habían saltado de los estantes al piso, contando aventuras piratas, enumerando las características de los animales en peligro de extinción, y relatando hazañas de superhéroes. Qué bien les venían esas visitas, los salvaban de ser para siempre papel mudo, juntador de polvo.

Bueno, esa zona casi lista. Rumbeé a la cocina, donde la Coca siempre es la protagonista cuando ellos vienen. Como el alimento básico en esta casa. Migas por doquier, y toda la comida que sobra, porque lo más interesante siempre es jugar, que el prolijo cenar no interrumpa la inagotable e irrefrenable fantasía. 

Me senté en el sillón, agotada. Esa tarde había luchado con almohadones/monstruos, había construido guaridas bajo una cama, había dibujado, pintado, leído cuentos, cantado canciones… Había viajado en el tiempo y en el espacio, cómo no iba a estar cansada. 

Ahora sólo se escucha el reloj de la cocina. Parece que todo volvió a la calma, pero el espacio no es el mismo. El silencio está lleno de ellos, está más vivo. Estoy segura de que si pudiera ver lo microscópico vería las moléculas alteradas, moviéndose como bailando…

Es que hoy vinieron Teo y Fausto de visita. Hoy acá la tarde fue una fiesta. De esas que dejan todo patas arriba, pero no te importa nada. Porque se bailó, se puso todo en juego. Con ellos, cada vez, es todo. Una intensidad que no parece que pudiera caber en seres tan pequeños. Y te contagian, y te creés capaz, y vas a volar con una capa… 


Standard