Marcela Arza

La vecina de arriba

Se mudó hace un mes. Nuestro primer contacto fue un domingo por la mañana. Tocó el timbre mientras yo dormía. Tenía tanto sueño que no me levanté a atenderle. Al rato, y con el mal humor que me producen los ruidos del edificio, y que no haya un solo día sin poder dormir hasta el mediodía, me levanté de la cama. Le di de comer al Chino, me preparé el café y le imprimí una buena onda a la mañana. Salí al patio con la taza caliente y escucho: Hola vecina. Tomada por sorpresa, miro hacia arriba y una cabeza llena de rulos me sonríe. 

 La voz y la cara impuesta de alegría. Un chico afinando sus ojos simpatizantes.  Me generó acidez el trago de café que apuré en tomar. Lo miré de tan mala manera y le dije sin pensar que no me hable en mi patio, que ya subía. 

Subo, de muy, muy mal humor. Me abrió ella. Me pedía disculpas por ser domingo y tan temprano. Cara de vergüenza y ojos aburridos. Repetía como salmo el perdón y me lleva a la pieza. El departamento es igual al mío, sin el patio. El chico de rulos parado  junto a un hombre. Vamos a poner el aire acondicionado, me dice. El hombre me señala dónde es que quería poner la manguera por donde sale el agua. En tu claraboya me decía. Bajamos con un caño y sacamos el agua por ahi. Que desagote en tu claraboya. Era la primera vez que veía mi patio desde la altura. La noche anterior lo había limpiado profundo y arreglado las plantas. Me quedé unos instantes redescubriendolo. De pronto veo a Chinaski refregarse y maullándome fijo. Qué hermoso gato pensé. Qué hermosa casa, la mía.  Por qué será que me quiero ir, le pregunté a mis pensamientos. El hombre seguía explicando su fantástica idea de invadir mi patio. El chico decía que era lo mejor. Mi vecina, atrás mío mirándome con culpa. ¿Bajar la manguera a mi patio? El hombre me miró. Volví a preguntar y abrí más los ojos. El hombre vacilo otras opciones. El chico dijo que lo arreglaban ellos. Que gracias por venir y esa sonrisa intacta, impuesta y temblorosa de salirse del papel. Me llamo Laura, le dije. Cualquier cosa tocame el timbre y le sonreí. 

3 de la mañana.

Un maullido me salta de la cama. Al instante que salgo al patio, veo a Chinaski salir por la ventana de mi vecina. Entró picando para la casa como adolescente escapando. Escucho que cierran el vidrio. Inhalo profundo, lo miro con enojo al gato y vuelvo a dormir. Lo intento. Eran semanas  de solo querer dormir. Meses de querer dormir. Casi un año de no poder dormir. 

Al otro dia, salí al patio y de vuelta interceptada por un: Hola vecina, miro hacia arriba. Era ella, apoyada sobre el marco sonriendo tímidamente. Chinaski durmió con mi gata, me dice. ¿Está castrado? Me interroga con la cara desfigurada. Si, le digo. ¿Pero le hizo algo? Le pregunté alarmada. No. Sólo durmieron juntos y se rió y me reí. No sabía que tenías gata, le digo. Es tímida. No salía de debajo de la cama, hasta anoche, me dijo. 

Puse macetas, cintas, lo encerré pero el Chino seguía subiendo al aire acondicionado desde donde podía observar a la gata. 

Pasaron los días. Eran agotadores. Humedad. Calor. Un mundo hostil por una pandemia surrealista. 

Esa noche llegué a casa activa. Me puse a ordenar, lavar, limpiar y cociné todo lo que había en la heladera. El guiso de las sobras. En la cocina es donde mejor escucho todo. Ser planta baja es vivir dentro de una radio constante. Cortaba cebolla cuando la escucho llorar a mi vecina. Hablaba por teléfono y lloraba. Chinaski me miraba intenso. Salí al patio y la única ventana donde el gato podía entrar a su casa estaba cerrada. El Chino inquieto. Sos tan Chinaski, le dije. No puedo más, decía ella. Estoy cansada, no puedo más. Al rato escucho la puerta y pasos. La tele la tenía prendida pero en mute.  La escucho llorar como una catarata y la voz del chico de rulos.  No podes llorar por eso, es tu trabajo, nada más. No es importante. Ni el trabajo, ni la casa, esto es importante, decía la voz de los rulos y la sonrisa impuesta. Silencio. Pasos acelerados y más llanto. No identifiqué que decía, pero rulos masticaba con furia las palabras. Apretaba el aire con odio. No hace falta entender, sino sentir cómo se mueve el aire. Por eso me gusta la música en inglés, sin saber nada del idioma. 

Esa noche dormí tres horas. Sonó el despertador y, a pesar del cansancio, me levanté con ganas. Con ímpetu. Le di de comer al Chino, me hice unos mates y me puse a escribir. Estaba en ese momento mágico donde sentís que la vida no está tan mal. Que las nimiedades de lo cotidiano son suficientes. Y de vuelta el timbre de voz del chico de rulos. Que date cuenta, que limpiá sucia, que peiná al gato, que sos un desastre. Por un momento pensé que me hablaba a mi. Pero el llanto de ella me colocó en tiempo y espacio y el mate me quemó la lengua. ¡Sos tarada! ¡No te da la cabeza! Le gritó. ¡No te da la cabeza! Llanto, silencio y un aire podrido escupido con odio. 

Fui a trabajar con la esperanza de una hormiga más, que cruza la 9 de Julio. 

Pasaron noches de tumba. Chinaski atento a las ventanas pero no se abrieron más. Ni la ventana, ni la luz, daba señal que arriba seguía mi vecina y esa gata tímida que se escondía debajo de la cama. 

Mi hermana me dio una pastilla y por fin, después de tanto tiempo, pude dormir. Me desperté más cansada, escuchando a lo lejos y metido en el tímpano la tristeza de arriba. Ahí está, pensé. Ahí está encerrada en lo oscuro, mi vecina de arriba. 

Mismo departamento sin patio. 

Chinaski se refriega. Le doy de comer. Sos tan Chinaski, le digo. Y fumo al silencio de un segundo, en un edificio de las mil vidas. Un radioteatro constante. Siento el deber de hacer tanto que por eso tengo demasiado cansancio. Estamos atentos con el gato. Aunque la ventana esté cerrada, estamos atentos. 


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