Marcela Arza

Y así, un sábado más en Ramos

Fumamos porro en las vías. La china y yo. Hablamos de la existencia y sus múltiples posibilidades. Habíamos visto la película Efecto mariposa. Alto flash, decía la china, con sus ojos chinitos y su boca hinchada que algo le había dado una reacción alérgica. Alto flash, decía.  Cualquier mínimo movimiento cambia la realidad. Somos posibilidades mínimas todo el tiempo. Somos lo mínimo que hacemos. ¡Somos nada!, gritaba al eco de las vías de Brandsen. De una casa nos chistaron, asi que nos fuimos. Dejamos la botella vacía en el huequito al lado de la red. La enterramos con las colillas de cigarro de esa noche. 

 Nos metimos por adentro. Los barrios por la noche son tan silenciosos que pueden asustar. Pero a nosotras no. Las dos nacimos en Ramos y callejeamos tantas horas, que las noches se convertían en nuestro lugar ideal. Seguimos la charla de la peli, pero para hablar sobre lo lindo que es Ashton Kutcher y que se parece a Lucas Cingolani, el sobrino de la profesora de lengua. La caminata iba directo. Sin decirlo, sabíamos a dónde íbamos. Siempre la misma rutina. Vías y plaza. Nuestros mejores lugares para salir de nuestras casas. Sabíamos que era así. En un momento tenía la panza tan hinchada de birra que me metí en un garaje  y haciendo malabares de cuclillas y apretando la cara para no estallar a carcajada, hice pis. La china no. Ella en la calle no lo hacía. Podía hacer cualquier cosa menos pis en la calle. Eso no. 

Llegamos a la Mitre. Estaban todos. El Mono, Jere, Fanta, Chuki, todos ellos del Echeverría. Y en la otra punta de la plaza el grupo del Santísimo. Era raro que estén todos ahí. Mítica guerra de esos dos colegios. Los chetos y los rollingas.  Que raro que estén todos acá, me dice la china. Nos sentamos en el banco y observamos con atención cómo se miraban todos entre sí. Raro. La china se ríe y me dice, que si tiramos una pequeña piedra al centro, al mástil de la bandera, se arma la podrida. Es el mínimo movimiento que cambia todo. La china se reía con todos los dientes y se le escondían los ojitos abajo del flequillo. Agarré una piedra y la tiré al mástil. La china me miró impactada. Todos, todos miraron el mástil. Jere se sacó la campera del gallo y la tiró al piso con una fuerza y ahí abrió la boca y gritó un odio que retumbó contra los edificios que rodean la plaza. Corrió hacia Guido Sorin, uno del Santísimo y lo embistió contra el monumento y ahí fue que la cara se le puso roja, parecía echar humo, y le metió una piña seca sobre la napia. Todos vieron eso. Y ahí fue el comienzo. El botón play. De pronto, todos empezaron a las patadas y a las piñas. La china me agarró fuerte de la mano. Transpiraba mucho y yo también. Nos queríamos ir pero estábamos paralizadas. ¡Dale! ¡La concha de tu hermana! Y vemos al Mono pasar delante nuestro, con la cabeza chorreando y saludandonos. ¿Que hacen las pibas? Y nos hizo una reverencia con sangre en la boca.  De repente, una parte del tumulto como si fuese un remolino vino hacia nosotras, moviéndose como pogo de Los Redondos. La mano de la china se me soltó. Recuerdo caer, que me pisen el brazo y el pelo. Parecido a la ola del mar que te desparrama. Logro pararme y la veo a la China alzando los brazos. Voy hacia ella al grito de amiga, ¡acá estoy! Y de la nada, una piña me paraliza y caigo entre patadas y escupitajos. 

Creo que me dormí ahí. Un instante. Ese mínimo que somos. 

Siento una fuerza. Abro los ojos y la china me había levantado sobre su espalda. Ella de un metro cincuenta y yo de un metro setenta y seis. Arrastrando sus pies, así me llevó. 

Llego a casa sin entender cómo. 

Se prende el velador de la pieza de mi mamá. Le grito suave que llegué. Me pregunta si llegué. Le vuelvo a decir que ya llegué y apaga la luz. La casa sólo se ilumina con el farol de la calle, con una luz tan silenciosa como ruidosa. 

Y así, un sábado más en Ramos. 


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