Marcela Inda

Crónica de un sendero

Hay ausencias que piden una disculpa. Hay silencios de los que esperamos explicación. Y hay caminos que merecen un relato. 

Resulta que una nueva tarea me lleva al corazón del Goierri, a un rinconcito verde, muy verde, en el límite entre Gipúzkoa y Navarra. Ataun mítico, euskaldun, de cuento. Y me prestan una bici, hermosa, con canasto y todo, para poder llegar, y, sobre todo, para poder volver, porque el transporte público no se caracteriza por su frecuencia. 

Estoy a unos nueve kilómetros de ahí, y trato de calcular cuánto me va a llevar el pedaleo. A mí, que cuento con cero coma cero estado físico. Me calzo el casco, también prestado, y arranco suavecito desde el portal de mi nueva casa. Intuitivamente busco la bicisenda, y ahí está, ancha y bien señalada, me va sacando del pueblo, paso un puente, dos. Porque el río es protagonista. Es su canción la que musicaliza el camino.

Paso una zona industrial, unos enormes galpones donde fabrican trenes para todo el mundo. De día y de noche. Hay que decirlo, tiene una belleza particular. Sigo en la bicisenda, que acá se llama bidegorri, y que tiene suaves curvas como si invitara a jugar, a bailar con el manubrio. Llano, llano. Me cruzo algún que otro caminante y llego al pueblo vecino, ese que me alojó varios meses. Atravesarlo es encontrarse con algún amigo o conocido, parar a saludar en la Herriko taberna, y seguir viaje. 

Dejo el asfalto, avanzo por un sendero de piedritas que bordea el río. Así de hermoso. El agua que corre, la sombra fresca, la tierra húmeda y perfumada. Estoy en el bosque. Hay un silencio conversado por pájaros de quienes no sé los nombres. Avanzo con alegría en el corazón y con la sensación de que ir a trabajar se transformó en un paseo en bicicleta. 

En un momento el camino me lleva a cruzar la ruta y enseguida, tras cruzar otro puentecito curvo, retomo el sendero río arriba. A mí derecha, manzanos bien cargados… Y cuando levanto la vista veo la montaña verde, enorme, donde, dicen, habitan los seres mitológicos de este pueblo que ya está cerca… Me lo avisan unos baserris, unos caseríos que tienen tantos años… Flores en las ventanas, huertos bien cuidados. Estoy llegando.

A la tarde serviré café, birra de todos los colores y tamaños, copas de licores que no conozco, y los clásicos pintxos de tortilla, txistorra, chorizo… A veces entendiendo, a veces adivinando el idioma tan local, tan de verdad, que no aparece en los manuales. Aprendiendo y concentrada, sí. Pero también recopilando info para próximas crónicas de este rincón del mundo que tiene tanto para contar.

Y cuando acabe la jornada, me subiré feliz a la bicicleta, encenderé las luces que generosamente otros amigos me prestaron, y emprenderé el regreso adentrándome en la bellísima oscuridad de la noche y el bosque. Un puercoespín me espera en lo hondo, me mira desde el centro del foco que lo ilumina. La luna se asoma entre las nubes como acompasando mi pedalear.

Inda significa sendero, ¿sabían? Así me reencuentro, cada vez, con esa vocación, con eso que soy: un camino pequeño, un sendero que invita a ser recorrido.


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2 Comentarios sobre “Crónica de un sendero

  1. Nektaria dice:

    Y nosotros en nuestro paisaje tenemos Marcela con su bicicleta hermosa y la sonrisa animadora esa, sabes cual!

  2. Lea dice:

    Este relato más que un relato es una pintura. Imaginé cada paso del viaje entre un pueblo y otro. Los colores, los aromas, el sonido del río o de los pájaros. Y de noche, la luna, el bosque y la luz que encandila. Sé que “Inda” significa “sendero” porque ése es también el apellido de mi mamá. Pero como siempre, en tus escritos hay otra vuelta de tuerca que hace de las palabras un poema con su cuota intimista. ¡Hermoso!

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