Mi primera casa no es un recuerdo mío. Es un recuerdo de otros, para ser más exacta es el recuerdo de mi madre, de mi padre y de mi hermana mayor. Todos los que vinimos después, creemos que nos acordamos de algo pero no es verdad. Calle Hipólito Yrigoyen entre Luis Sáenz Peña y Virrey Cevallos. Congreso. De afuera sé cuál es, un edificio rojo, muy rojo, sí, tiene tanto rojo que parece un ladrillo gigante. Está exactamente en la mitad de la cuadra. Y durante muchos años de mi adolescencia le pasé por enfrente sabiendo que ahí empezó todo pero no lo construyo desde adentro. Intento, porque me jacto de que tengo mucha memoria.
Hay fotos que me ayudan a inventarlo, a creer que me acuerdo, a creer que lo habito pero me miento, yo sé que me miento pero no me importa. Reconozco los muebles, a esos sí, son los muebles entre los que crecí y muchos de ellos siguen todavía confinados en el actual y abarrotado extenso departamento de mis padres. En esas fotos soy bebé, y mi hermana siempre tiene cara de enojada y mi mamá de cansada y ahí estamos, en Luis Sáenz Peña pero yo en verdad nunca estuve ahí. Sí estuve en Canning al 200, allí son mis primeros recuerdos vivos, me acuerdo del living, de como entraba sol por el balcón, del cuarto que compartía con mi hermana Inés y del contiguo de mi hermano Ignacio. Era un departamento estúpido, tenía un baño al lado del otro, en Canning al 200 aprendí la palabra Toilette, porque mi mamá era incansable en repetirnos: ¡No a ese no, a ese baño no vayan, usen el toilette! A veces le hacíamos caso.
Fue por Ignacio que llegamos hasta ahí, porque ya no entrabamos. Este tenía un cuarto más y dicen que era más grande. Yo era niña y de niño todo te parece grande. A veces fantaseo con volver allí, pero lo recuerdo tan hermoso que no quiero estropearlo. Si voy ahora, tan llena de “adultez” seguro que ya ni es tan luminoso, ni tan bello, ni tan cómodo y de seguro me parecerá una miniatura… A Canning si lo habito. A veces en ese sopor de ojos cerrados que me agarra cuando me voy despertando pienso en Canning y lo puedo oler, puedo sentir lo que era pisar el parquet de ese brilloso living, la parte de atrás de mis muslos en el inodoro del toilette, veo con detalle los botones del ascensor. Y con mi hermano Joaquín llegó Montevideo. Mi hermano más chico no tiene más que eso, Montevideo al 200. Su altura de calle le hace honor a su metraje. Doscientos metros cuadrados en pleno centro y un pasillo interminable que une la parte de adelante con la sala de estar, los cuartos y claro… baños, baños por doquier. Eran dos departamentos pero los unieron. Mi papás ya lo compraron “unido”. Los que vivían ahí, eran tan chupacirios que había un oratorio, un cuartito donde ahora mi papá tiene cantidad de camperas de muchos modelos distintos pero de un solo color: verde militar y derivados del tono. El hombre tiene una obsesión con la vestimenta de guerra, tiene alma de soldado, de soldado triste. Por años en el oratorio la ventana era un vitraux de una imagen religiosa, y un buen día, el último integrante de la familia de los chupacirios, “Los Gardey”, que vivían arriba, en el sexto, vino y se lo llevó. Se ve que les dolía dejar a ese santo entre tanto hereje. Y el oratorio ya no tuvo nada de oratorio pero al día de hoy le decimos así. Mi papás son expertos en nombrar los ambientes de la casa. Hay, sala de audio, sala de estar, oratorio, bañito marrón, toilette negro, palier paraguero y podría seguir… pero niguno de estos ambientes es hoy en día lo que le dió su nombre característico. Las casas mutan, y esta fue mutando como sus habitantes.
Como la calle Canning que un día mutó a Scalabrini Ortiz.
Van quedando pequeños pedazos de historia, que se unen como rompecabezas en donde siempre nos falta la última pieza.
Hermoso, Victoria, cómo viajamos con vos, cada quien a la infancia y sus territorios…