Marcela Arza

Pésima idea

Te acompaño hasta la esquina. Nos miramos, nos abrazamos corto y fuerte y me decís: te voy a estar esperando. Te aprieto el mentón y te digo que fuiste lo más hermoso del último tiempo. Me doy vuelta y sin mirar atrás, camino apretando la cara para no llorar. Llego al departamento, me cambio y meto la ropa que había dejado secar, en la valija. Reviso el baño, la cocina.

Saludo a mi compañera que llega. Nos prometemos escribirnos. Le devuelvo la llave y salgo. Cuatro cuadras hasta el metro con una valija colmada de ropa que no usé, un bolso enganchado con unos pañuelos en la manija y la mochila a cuestas. Camino por las veredas más angostas, repasando en mi mente el viaje y dónde están todos los documentos. El bolso enganchado, una pésima idea. Se me mueve de lado a lado. Las manos las tengo rojas de tanto apretar. Camino hasta la avenida y ahí nomás, bajo. Dos estaciones, combino y después todo derecho. El tren está muy lleno. Apretada con el equipaje clavándose en mi cuerpo. Un hombre al lado mío hace gestos de fastidio y me mira. Lo veo a través de la ventanilla. De arriba a abajo, me miraba el hombre. Al bajar, me dice, Buen viaje. Sigo. No miro atrás. No volteo a nada. Corro un poco y subo al último tren, el que directo te deja en el aeropuerto. No hay casi nadie, solo dos chicos sentados en la otra punta del vagón, y una señora con un perrito en el centro. Entro y me siento, despatarrando las cosas. Abro la mochila y compruebo tener los documentos. Intento bajar la manija de la valija y no puedo. Los chicos se basan. Uno tiene el pelo cresta punk verde y el otro, rulos chiquitos y un saco que me hace acordar a mi papá. 

La miro a la mujer del perro que está cortándole pedazos de galleta a su perro que jadea. Le sonrío. Me mira tan penetrante que me da miedo. Miro al piso. Mis zapatillas están muy sucias. Las voy a tirar. Pienso. Llego y las tiro y me compro otras. Vida nueva. El perro ladra. La mujer aprieta la galleta despedazándola y dice algo que no entiendo. Algo como jazi, lazi, angie. Una orden precisa que el perro se apichona y vuelve al jadeo de su boca. El de la cresta se para y da una voltereta agarrándose del caño. El otro lo agarra por la cintura y lo empuja contra la puerta del metro y lo besa apasionado, levantándole la ropa para tocar su cuerpo. La miro y la mujer está con los ojos cerrados. Se obliga a cerrarlos. Vuelvo la vista y el de cresta esta extasiado de chupones. El de rulos me mira y le sonrió. Su cara se transforma y de mala manera me dice, ¿y tú que miras? Inmediatamente miro el piso. Siento mucha vergüenza. Mis pies. Mis zapatillas.

Le gusta mirar, dijo el otro y siguen con los besos. A través del vidrio puedo ver sus figuras. Siento la cabeza tan caliente. No sé si es mi vergüenza o los besos, que las paredes del metro transpiran. El de cresta le mete la mano por debajo del saco. De pronto el perro endemoniado empieza a ladrarme. La mujer lo tironea pero el perro cebado me ladra agudo y constante. Los chicos se ríen y siguen besándose. Sin mirar, sólo a través del vidrio presiento los gritos del animal y el ardor del deseo de otros.

 ¿A qué vuelvo? 

Frena. Se abren las puertas y los chicos salen. La mujer se levanta y le habla con cara y voz de enojada al animal. Zazi! Zazi! Y el perro se apichona. Miro el piso. Miro la valija. Hago fuerza. La manija sigue trabada. Cuando llegue al aeropuerto tengo que desarmarla. La mujer me dice algo que no le entiendo. Me lo repite y no le entiendo. Frena. Suspira y la mujer baja. El perro me ladra por última vez. Miro el celular. Tengo mensajes tuyos. Los leo. Aprieto la cara. Quiero llorar. Llego al aeropuerto que está repleto de gente. Música, voces, olor a comida. Camino y la valija se me va para un costado y cae con el bolso atado. Una chica se acerca a ayudarme pero le digo que no. Me escondo bajo una columna. La valija está desencajada. Me siento en el piso, miro mis zapatillas y lloro. 

Lloro hasta el aviso, al llamado de ir.


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