Victoria Sarchi

Ardida

Tenía una lona de colores flúo. El deck estaba tan caliente que sentía la lona derretirse sobre mis huesos. El sol me entraba por los poros de lleno. Estaba empecinada en aguantar una hora al menos para tener un tono menos mortuorio y que el vestido que iba a usar a la noche me quedara más galano.

Sentía cómo la gente se iba a ubicando alrededor mío, se empezaba a armar una muchedumbre medio fastidiosa. Las dos señoras que tenía al lado empezaron hablando de una amiga llamada Cuqui y de cómo su hija, de casi cincuenta años, se había separado tan mal del marido, decían que era una inconsciente en dejarlo para irse con un muchacho unos quince años más joven, que ¡qué ejemplo le daba a los hijos! Y así, entre una y otra de sus opiniones retrógradas me fui quedando dormida, volviendome bastante fan de la hija de Cuqui y teniendo muy poca simpatía por las dos señoras, a las que me imaginaba por su voces porque no moví ni un solo músculo para girarme a mirarlas. 

Entré en un sopor extraño, me imaginaba a la mujer, que en realidad era yo, con el muchacho profesor de guitarra, que era el jóven novio de la hija de Cuqui. Él me mostraba como hacer un La Mayor y me acomodaba los dedos en el traste, cuando me tocaba yo me volvía completamente loca y me le iba encima, por suerte un perro me olfateo un pie y me sacó de ese estado porque la cosa estaba empezando a ponerse demasiado confusa. 

Me incorporé un poco y mire alrededor para bajar un poco la temperatura interna y externa. No podía acallar ninguna de las dos. Tampoco podía seguir la conversación de las señoras porque ya era todo un griterío. Pensé en irme pero me contuve. De verdad quería llevar pintado ese vestido esa noche. Iba a ser la primera que iba a verlo después de que nos separamos. Esteban iba a estar con su novia nueva y yo quería que realmente se arrepintiera de haberme dejado. Me estaba incinerando, era momento de ir al agua pero tenía que pedirle a alguien que me cuidara las cosas y nadie alrededor mío me daba mucha confianza.

Me empezó a bajar una gota de transpiración que nacía en la frente y se iba desplazando por la nariz. Me pare y me maree. Yo no tomo sol nunca. Lo dejé de adolescente cuando me quemé el hombro en el sur por caminar sin protector solar durante tres horas seguidas en el Lanín. La ampolla fue tan grande que todavía tengo la marca. Me dolió tanto aquella vez que ahora el sol me repugna. Estaba con él, con Esteban, esa tarde que me quemé y una vez más estaba haciendo lo mismo. Me acordé de cuando me miré en el espejo de la farmacia y estaba completamente ardida. Él me vio toda roja bajo ese tubo de luz blanca y dio una carcajada tan poco empática con mi dolor físico que jamás me la olvido. Él me ponía el gel para quemaduras noche tras noche.

Entré en pánico de volver a quemarme, de estar algo cercana a lo que fue esa tarde y de que cuando me viera, se riera. Agarré la remera y me la puse, tuve miedo. Pensé en comprar un autobronceante pero yo no me puedo poner cremas porque transpiro mucho. La única vez que lo hice me dejé rayas marrones por todos lados y esta vez no tenía a quien pedirle que lo hiciera por mí. Me sentí desdichada por eso pero prefería el bronceado de mi cuerpo luchando contra los rayos UV a mi blancura… y me quedé tirada en la lona un rato más, haciendo plegarias al viento para no ampollarme y para que Esteban no se riera desconociendo mi dolor al verme otra vez.


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