Marcela Arza

Rosal esquelético

Abriste la ventana del living y todo se volvió de un naranja melancólico. Un instante de pasado, bajo mis Nikes verde fluorescente. Seguiste para las habitaciones del fondo. Abrías maderas que crujían, luces destellantes, en lo que había sido el Caserón de Caseros. Lo único que había, era el sillón de tres cuerpos cubierto con las frazadas de invierno. Las frazadas de invierno a cuadros en tonos verdes y azules. Las mismas de siempre.  Las usábamos tres meses y las guardábamos en el placard de arriba, como reliquias. Las lavábamos a mano, al sol de la mañana y las guardábamos dobladas y correctas. Las mismas frazadas de invierno de siempre.

Me acerqué y vi que no había polvo. Tanto tiempo encerrado que todo se había mantenido intacto. El paradigma de la juventud. Volviste y dijiste algo al pasar y fuiste para la cocina. No intente entender que te pasaba. Salí. El pasto me pasaba la cabeza. La monstruosidad de plantas parecían aliens. El rosal estaba alto y esquelético. Tan grande, que la piecita del fondo parecía de miniatura. La pileta llena y cubierta de ramas que supieron volar y caer como nido del patio. Me dio miedo avanzar entre ese matorral salvaje que por años nadie había visitado.

Me di vuelta y te vi por la ventana de la cocina, con la mirada perdida hacia esa naturaleza diabólica descontrolada, con la canilla dejando el agua correr. Me acerqué y golpee la ventana. Hay que cortar el pasto, te dije. Se vende así, respondiste con la pera en alto y frunciendo la boca.  Me apoye sobre la pared de ladrillos. Me prendí un cigarrillo. Me contaste de un compañero tuyo de la oficina que le agarró un enfisema pulmonar. Que había dejado de fumar hacía un año pero igual le agarró. Que estuvo dos meses y la quedó. La quedó, dijiste. Le di dos secas y apagué el cigarrillo en el mismo ladrillo de siempre. Habían sido rojo exultante en sus años gloriosos y ahora se mostraban marrones desgastados, con blancas marcas de las palomas. Volviste a abrir la canilla y la mirada perdida. Te miré con ternura y una gran angustia. Supe en ese instante que esa casa se vendía con nuestra relación.  Tan extraños y tan distintos crecimos. Cerraste el agua y refunfuñaste algo. 

 ¿Qué vamos a hacer con el sillón? Te pregunte. ¿Lo querés? Dijiste, escupiendo tu mirada fija y filosa sobre mí.  No. Contesté, concluyente.  La chicharra acertada, proclamó al verano de la tarde.  Volviste a abrir el agua y a cerrar. Anotaste en el cuaderno y fuiste para el living. Las rosas eran más grandes que mi mano. El sol les daba un poder monstruoso. Sobrevivían a tan esquelético árbol. Tan crecido en un lugar de tanto muerto.  Sonó el timbre. Galletas de limón y mamá cantando Sandro, pensé. Que ganas de volver ahí, pienso.  El verdadero viaje del tiempo en ese timbre.

 Nuestros últimos instantes de vida. Una vida eterna en la resurrección diaria. Tan extraños nos volvimos. Tan distintos. Fui a abrir la puerta. Estabas petrificado con las lágrimas ahogándote los ojos, acariciabas la frazada pesada a cuadros azules. La frazada de invierno, de siempre. 

No nos dijimos nada. Abrí la puerta y entraron. 


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