Marcela Inda

Elkar/Entre

Le hizo un lugar. Se corrió un poquito, no mucho. Y es que quería tenerlo cerca, sentir esa cercanía, su temperatura, sus sonidos involuntarios, su ir y venir cotidiano, su vivir ahí, al lado. 

Si le dejaba mucho lugar, demasiado, entonces sería como alejarse. O desaparecer, dejar de ser ella.

Si quisiera ella ocuparlo todo, ser sólo ella, respirarse todo el aire, entonces él no tendría cómo vivir ahí.

Ese equilibrio, aparentemente imposible, le fue absolutamente natural y orgánico desde el comienzo. Así se dio. No como un resignar algo. Más bien como un encuentro. Un lugar entre, un “elkar”, como lo nombran ellos, los euskaldunes, un ahí que se vuelve terreno fértil donde cualquier tema es fuente de eternas conversaciones, un silencio también es bienvenido, una imagen se refleja infinitas veces como en un caleidoscopio…

Le hizo un lugar. En sus pensamientos, en su cuerpo, en su corazón. Sus días pasaron por su puerta un montón de veces, divisaron su auto estacionado en cada rincón de la ciudad. Recorrió ese camino “entre” cada vez. Compartió cafés, almuerzos, cenas, birras, lluvias y días de sol. Supo de sus días difíciles, ausentes, de tantas prisas que no respetan semáforos. Supo también de sus heridas, de esos lugares oscuros que no se dejan, que no permiten el acceso. Y, muy de a poco, mostró también las propias, las escondidas. No porque al mostrarlas se curaran. Tal vez porque fueron más humanos al verlas ahí, “entre” los dos.

Sin darse cuenta se había acostumbrado a poner dos platos, a escuchar su risa, a hacerle extensivos sus interrogantes, a incorporarlo en su horizonte. 

¿Cómo se llamaba cuando en un diagrama de Venn un conjunto se cruza con otro y comparten ahí un cachito, que es como de los dos? Bueno, eso. Eso, pero habitado. Lleno de vida y sensaciones.

Por eso cuando se fue quedó todo tan en silencio. Por toda la música que hubo antes. Por contraste, digamos. Una silla desocupada, un plato vacío, un lado de la cama impoluto, una página en blanco, nada que decir. ¿A quién?

Porque no es solamente el otro el que no está. Es el “entre” lo que le falta ahora, ese cachito arrancado, una parte de sí. Algo así medio inexplicable, totalmente inasible, pero absolutamente necesario. Para ser, para humanizarnos, para no respirarnos todo el aire solos. 

-Por suerte los vascos lo nombraron, pensó, me da la certeza de que puede existir. 

Izena duena, bada.


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