Marcela Inda

Balcón

Se levantó, y corrió al balcón. 

Casi. Casi. Pero no todavía. No faltaba nada. Se abriría de un momento a otro. Y ella estaba atenta. 

Era como si sintiera ese latir dentro suyo. De alguna manera visceral se unía a esa vida pequeña, ínfima, sintiéndose ella también a punto de florecer. 

Le dijo unas palabras de buenos días, y fue a hacerse el mate. A empezar el día. Volvería algunas veces más durante la mañana, porque no iba a perderse esos primeros instantes, porque tenía que asistir a.

Pero ese día no fue el día. Y ella se sintió en pausa. 

Estaba más callada ese septiembre, es cierto. Hacía lo que había que hacer. Medía su distancia con las cosas. La raspaban. Las personas le eran más ajenas que de costumbre. Cruzaba la calle, se subía al tren, veía pasar líneas por la ventanilla, colores en fuga. Semáforos, relojes, códigos de barras. Temperaturas que cambiaban de signo y le hacían retroceder o avanzar. 

Y, luego de atravesar el desierto del día, volver a casa y salir al balcón. Regar. Encender un cigarro y sentarse en la oscuridad. Acompañada en la oscura profundidad de esos brotes. 

Mucho silencio hace falta para parir una palabra. Algo que valga la pena. Algo que valga romperlo. Atravesar el aire y decir algo. 

Y ahí estaba cuando, de repente, en la oscuridad, otra brasa. Otro cigarro allá, eso parece. 

Un punto naranja intermitente, como un pulso. Un balcón que no dormía algunas calles más abajo. Otra espera, otro presente, otro silencio.

Quizás mañana, se dijo. Quizás haya novedad, se rompa la cápsula, se abra lo que es uno en muchos pétalos y ella respire, suelte el aire que tiene dentro aguantando la respiración. Quizás se llene de perfume la noche y el día, y pueda bailar mareada de aromas.

Faltaba poco, su piel lo sabía.

Le dio las buenas noches, apagó el cigarrillo y entró.

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