Marcela Arza

Paloma blanca de Vitreaux

Agarrando impulso y con la dirección posicionada, eficaz y dominante, empinaste ese puño contra la ventana de palomas blancas de vitreaux y la alfombra rosa pardo de la que tanto veníamos hablando, se minó de astillas asesinas silenciosas. 

Te miré la cara y estaba roja. Por un instante pensé que era sangre, pero no. Era de adentro. La sangre roja de adentro. La sangre roja de furia de adentro. Y apareció el entrecejo diabólico, la mueca entera de tu cara con ese enojo, esa bronca, esa ira y todo vidrio, por todos lados.

Vidrio diabólico. 

Caminé para atrás y me apoyé en el estante de fotos. Portarretratos de algún bronce de aquellos años y firuletes de madera. Ahí estaban, espíritus de imágenes en playas, la casa de Las Toninas, Bariloche, la casa de la abuela, tus papas, vos bebé. La foto del chupete que te pusieron en la cabeza. Esa se cayó cuando me agarré con fuerza. 

Tu mamá apareció de la cocina con el delantal puesto, un mar de lágrimas la pobre, pensé. No podía caminar, se quedó tambaleando en una tristeza tan franca, tan real de dolor. Vos estabas con el puño todo lleno de sangre. Se quedaron ahí mirándose, como en esas fotos de vacaciones de bronceados noventosos, de risas grandes, de dientes que también parecían estar bronceándose. 

Que envidia ser foto, pensé, quedarse en el mejor recuerdo, con el mejor sol, con el mejor clima, con la mejor pose. 

El pico de la paloma blanca de vitreaux se cayó. Estalló conventillera lejos de la alfombra, sobre el piso de madera viejo, descolorido y baqueteado. 

Tu papá gritó que ya vienen y un silencio se rió de nosotros, de todo eso que estaba pasando. Un lloriqueo en el nudo de la garganta. Tu mamá cerró los ojos y así te despidió. Vos me miraste fijo, miré el portarretrato del chupete y lo levanté. Era una foto graciosa. Vos con el chupete en la cabeza, con tus ojitos abiertos grandes, con tus manitos chiquitas llenas de arena, buscando el chupete. Tu cara era graciosa. Tu mejor yo, pensé.

Vamos, me dijiste, me preguntaste, me acusaste, me miraste con más dio que nunca.  

Tan fijo me miraste, que me dolió. Suspiré hondo, apreté los puños y yo también cerré los ojos despidiéndome y me fui.

Standard