Después de esa noche,
nada volvió a ser lo de antes.
Puerta de hierro
pesada, fría.
Entré y la vi a mi hermana.
La que de chica me miraba, con la tableta repleta de chicles que esperaba para comerlos,
para verme desear,
ante ese angurriento mío.
Mi hermana.
La vi y
tenía los ojos mas chinos que nunca.
Manchas rojas en su cara,
que aparecían
con el llanto remolino
y desaparecían en la calma
del que ya no tiene nada.
Mi cuñado fumaba.
¿Cuántas personas se habrán necesitado
para trasladar esta puerta?
Dije, con ese decir que se cree
entre chiste y genialidad.
¡Que acá no entran ni chorros ni nada!
¡Nadie con dolor lumbar puede entrar aca!
¿Qué tornillos usa? ¿¡Los de la nasa!?
Y me reí
Tan fuerte
Tan pesado.
Tan sola.
Mi cuñado abrió la heladera.
Apoyó una bandeja de sándwiches sobre la mesa, al costado del cenicero repleto de colillas y se sentó con la mirada de quien no está donde su cuerpo está.
Agarraba uno de queso, uno de jamón y otro de queso, uno encima del otro.
Embuchaba, masticaba y hacía otro.
Mi hermana toda roja
se levantó y caminó hacia mi,
con los brazos imantados,
hipnotizados,
Interceptándome en un abrazo.
Una puerta tan pesada no es una buena entrada,
le dije.
Ya, el decir arrepentido de soberbia, que decía para decir y salir de ahi.
Me apretó contra su cuerpo,
esos aprietes que arrancan el llanto.
Mi cuñado prendió un cigarrillo.
Fumaba, armaba y comía.
Con el desahogo
de mi hermana
sobre mi cabeza,
y las lágrimas que de ella
brotaban
en mis mejillas,
volví a, apoyar mi mano
sobre la puerta
queriendo reír otra vez.
Pero ya no era pesada.
Ni dura.
Ni tosca.
Ni graciosa.
Era una simple madera,
recubierta y adornada
que debía cumplir con la seguridad.
que usaba tornillos y tarugos gigantes,
creía yo.
Puerta obstinada a parecer muralla.
Nos quedamos dos cigarrillos más
y nos fuimos.
Después de esa noche
Nada volvió a ser como antes.
Lo que se dice cuando no se puede decir. ¡Muy bueno!