Marcela Arza

Para J

Bien temprano,  Chinaski iba a la habitación de mi mamá y le mordía, sutil pero eficaz, el pie, para despertarla. El primer día, mi mamá se levantó, y fue al baño, por lo que el Chino le maulló casi a los gritos. Con el correr de los días, ya no le maullaba, le permitía ir al baño, la esperaba al lado de la estufa y cuando escuchaba que apretaba el botón del inodoro, se preparaba en la punta de la escalera. Estiraba las patas de adelante, bajaba un escalón, estiraba las patas de atrás y bajaba, zigzagueando las piernas de mi madre, de 83 años. Comía, se le refregaba un poco, visitaba la ventana de adelante y volvía a la cama a dormir, abrazado a mis piernas. Yo me levantaba mucho más tarde, y lo mismo hacía conmigo. Patitas adelante, patitas atrás, zigzagueo y a la cocina. Su cola parada, yendo a trote, pasando junto a un florero gigante con flores de plástico, flores decorativas, las olía. Todos los días, olía esas flores que eran de mentira, con su cola en alto y la alegría de recibir otro cuenco de copitos.

En el patio de la casa, aparecieron los vecinos. Dos gatos grises, que viven en la casa de al lado. Mustafá y Bebito. Vidrio de por medio, se miraban los tres, yo los miraba a ellos, mi mamá me miraba a mí y me hablaba de qué comer en ese momento, qué comer esa noche y qué comer al otro día (aunque no comíamos, sólo hablábamos de eso).  

En una de las visitas, abrí la puerta ventana, y Chinaski salió corriendo, como queriendo abrazar a su nuevo amigo y Mustafá, abrió la boca y le gruñó de una manera que me asusté. Levanté a mi gato y nos metimos adentro. A partir de ahí, una seguidilla de visitas, donde venía a gruñir, a murmurar grave, a ser un completo bribón. Una tarde, lo escuché, fui a la ventana y ahí estaba, sentado, haciendo ese sonido diabólico, mirando fijo a mi Chinito que se paseaba con la cola en alto, mirándolo. Me enojé tanto que le dije, Chinaski contestale. Y me arrodillé ante el bribón, vidrio de por medio, y el Chino me miró, se paró encima de mi espalda y con agudos, encantadores, le maulló respondiendo. Los dos contra uno. Mustafá seguía y seguía y yo lo alentaba a que le conteste. Hasta que se paró en dos patas, el bribón, abriendo su boca como un león remarcando su poder y Chinaski iba y venía, entre mi espalda y mi cabeza. Me asusté, y toqué el vidrio para que se vaya.

Mustafá se fue, Chinaski maulló y revoleó sus patas con uñas largas y me rasguñó. Entendí, con sangre en la boca, que ante pelea o conversación de gatos, una sólo tiene que mirar y no meterse. Por unos días, ese gato se había convertido en mi enemigo acérrimo. Tal es así, que hasta dejé un sifón al lado del vidrio, por si llegaba, le tiraba soda en la cara. Una tarde, salí y lo tuve cara a cara. Yo con el sifón, él con sus gruñidos. Casi le tiro. Estuve a punto de darle en su cara peluda, al medio de los ojos, pero desistí. El gato bribón salió ganando. De todas formas, cada vez que lo veía, lo miraba con odio. 

Con Bebito, la cosa era distinta. Venía por las noches, sin que Mustafá estuviera vigilando, se sentaba y hacía unos suaves maullidos. Chinaski lo miraba atento. Una noche, abrí la ventana y salió. Se quedaron sentados, con sus patas metidas bajo el lomo, uno en cada punta del patio, mirándose. De a poco, sutilmente, Chinaski se acercaba y Bebito quieto. Yo me acercaba a los dos, por si se armaba riña o qué. Bebito maullaba dulce, como una conquista. El Chino olfateaba el piso en cada paso que hacía, y Bebito con leves miau, lo esperaba. Mamá salió al patio y vio esa historia de amor. Movió las plantas de lugar. Me habló del laurel, del orégano, de la orquídea y se sentó en la reposera. Ahí los cuatro, quietos, escuchando la luna. Fueron noches de amor, en ausencia del bribón, que luego de ver cientos de páginas de comportamiento felino, entendí que era el alfa, y que claramente Bebito le temía. Pero, como en toda historia de amor, hubo un final, y pude verlo. Bebito, caminaba desplegando su belleza y el Chino lo miraba concentrado. Con elegancia, despacio, Bebito intentó entrar en la casa, ya habían pasado días de tanta seducción, hasta a mí me pareció lógico, pero, Chinaski se le acercó, y con su patita delantera le frenó el paso. Todas esas noches de amor, se frenaban con una pata de almohaditas rosas. No volvió a visitarlo. Ninguno de los dos volvió al patio.  

Un día me dijo mamá, y me heló la sangre. Lo miré y lo vi distinto. Su cara se empezó a parecer a una especie de elfo. Su cuerpo, sus maullidos, sus patas. Busqué el significado de mascota: Persona, animal o cosa a los cuales se atribuyen virtudes para alejar desgracias o atraer la buena suerte.  

 Volvimos. El Chino paseó, con su cola en alto, oliendo las plantas y visitando a los vecinos, que lo saludaron con un ¡Mirá quien volvió!, siendo el alfa del edificio. 

A quien me cuida, a quien me acompaña, a quien aguantó irse dos meses a otra casa. A quien aguantó encerrarse y no salir a pasear a patios vecinos, por mi miedo a que se pierda. A quien enamora y hace temblar de envidia al bribón de al lado. A quien me vio llorar hundida en la almohada y me abrazaba las piernas. A quien me invitaba al juego de las escondidas, o a la pelotita de papel para que se la tire y corra a buscarla. A quien hizo, que mi mamá se ría tanto, esos dos meses. Chino, Chinito, Bombón, Chinaski.

Me escucha, sentadito. Le pregunto qué le parece y con un suave pestañeo, patea hacia mí, la flor robada del patio de al lado. Creo que es una orquídea. Lo levanto y lo abrazo. Sus patas estiradas y su cabeza junto a la mía. Vamos a la cocina. Cuenco de copitos para él y un sándwich de queso para mí. 

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