Marcela Inda

Amores como el nuestro

Amores como el nuestro cada vez hay menos… En los muros casi nadie pinta corazones… Ya nadie se promete más allá del tiempo… Un amor como el nuestro no debe morir jamás…

Los Charros sonaban en la radio desde algún rincón de la cocina. El dial olvidado en la am local. La cumbia insistente, una tras otra. No había programa, las noticias habían pasado hace rato. A la hora de la siesta no quedaba nadie, ni en las calles ni, se ve, en la radio. Sólo un compilado de cumbias, que otro día la hubieran hecho tararear un poco, cantar los estribillos… Pero hoy no. Planchaba masticando bronca.

La primera camisa casi la quema, tan concentrada en esa conversación interna a la que se había acostumbrado… que perdió la noción del tiempo. 

Ahora también había perdido la cuenta… ¿era la cuarta camisa? Como si las líneas de la tela fueran un mantra, deslizaba la plancha una y otra vez, de una punta a la otra, y algo se iba aflojando, las palabras iban quedando más lejos, como si se volviesen humo… o vapor, y se deshicieran en el aire. 

Sin darse cuenta empezó a hacer mentalmente la lista de la compra: aceite, carne picada, quería hacer albóndigas, ¿cebolla había?

Escuchó la puerta del baño. Tiempo. El mantra de la plancha también se detuvo. Intentó volver a la lista: pan rallado, huevos… Puerta, pasos, escalera. Y en la radio, más cumbia. Instintivamente, estiró el brazo para bajar el volumen. Aún más. Y él, desde el marco de la puerta de la cocina:

-Ahora ya está, ya me levanté, ese chingui-chingui que escuchás traspasa las paredes, ¿no te das cuenta?

Mantra. Línea, manga, cuello, cisa, línea. Mantra.

-Está bien, no querés hablar, no hablés. Salgo. 

Da unos pasos yéndose y, con un aire casi teatral, se da vuelta y dice:

-Seguir así no tiene sentido. Así que haceme el bolso, que me voy.

Y se fue dando un portazo.

El perro ladró en el patio, se escuchó la camioneta arrancar y alejarse. Los sonidos le llegaban como apagados, como si su cerebro estuviera en una cápsula de vacío, y todo se hubiera silenciado ahí dentro.

“¿Haceme el bolso, que me voy?”

Rebotaba la frase en las paredes, como un eco. Miró la pila de ropa planchada, no había una sola prenda suya… El sonido del teléfono la sacó de ese sopor. Dudó, pero no atendió. Sabía que a esa hora sólo podía ser Lili, con todas las ganas del mundo de charlar de esto, de lo otro y de lo de más allá. Y no quiso, no pudo…

Subió el volumen de la radio para tapar el ring ring de la vecina obstinada. Y sonaba Damas Gratis, qué antigüedad, pensó. Pero se la sabía. 

Los besos de mi boca no fueron suficientes 

Para que te quedaras conmigo para siempre 

No me alcanzó el cariño para verte contento 

Te amaba como loca y no te diste cuenta… 

Me resultaron falsas toditas tus palabras 

Tus manos me mentían cuando me acariciaban 

De qué sirvió rogarte para que te quedaras 

Mi error fue darte todo cuando no vales nada…

Y mientras tarareaba, no pude evitar sonreír pensando que algún guionista berreta parecía estar musicalizando esa tarde de martes. Un guionista amante de la cumbia ochentosa. Una telenovela malísima, que ella no vería nunca en la tele…

“¿Haceme el bolso, que me voy?”

Eso no se podía contar, daba vergüenza. Era triste, sí. Pero, sobre todo, daba vergüenza. 

Guardó la ropa recién planchada en los cajones, colgó las camisas. Divisó en el fondo del placard el bolso azul del fútbol…

Las noticias de las 4 interrumpieron por fin esa cumbia infernal. Y ella decidió que era mejor anotar en un papel la lista de la compra. Si no, seguro que algo se le olvidaba: aceite, carne picada, cebolla, pan rallado, huevos…

Standard