Me hice de los tics de todos los días,
y como, por los aromas del vecino: Churrascos con cebollas que se caramelizan en mis narices. El olfato me avisa y voy,
y entro,
y hago como si todo estuviese bien.
Y no. No lo está.
Las cortinas son las que marcan el tiempo con las manchas de humedad y polvo que de algún lado entra. La noche afuera tiene el frío de Julio y las calles con algún que otro ronquido. La vista de los techos de las casas de adentro. Un corazón de manzana rodeado de plantas, persianas y redes para gatos.
Me senté en el sillón, al lado de la ventana. Miré el pequeño cielo entre ese recoveco de ladrillos. Miré las plantas ajenas, tan verdes y grandes, qué envidia pensé. Me hacía ruido la panza. Cuando el aroma es lo único que te orienta, se te olvidan las horas. Y sin horas, el vecino no cocina.
No sentía nada. Buscaba algo que me hiciera qué hacer. Salir del prolapso del insomnio de mi vida.
Leí que el aroma a pasto recién cortado, que tantas sonrisas me daba que tan bien siempre me ha hecho sentir. Donde sea el pasto recién cortado me lleva a confianza, familia. Y no. Leí que lo que siento agradable son los gritos desconsolados de las partículas de la hierba que muere. Mi sonrisa eterna es el llanto.
Te extraño para comer, para oler y agarrarte la mano.
Voy a comprar cortinas nuevas.